martes, 1 de enero de 2013

SIN FAMILIA, NO HAY CIVILIZACIÓN.

Opinión | La Gaceta



  • El hogar es el único ámbito donde la persona es valorada no por lo que tiene sino por lo que es.
  • No hace falta ser un Theodor Mommsen para advertir que las grandes crisis de civilización no tienen que ver con el agotamiento de los sistemas económicos, sino con algo más profundo que late en el trasfondo: la crisis de la familia. El declive del Imperio romano –que tantos paralelismo guarda con este final de ciclo de Occidente– fue, en última instancia, una crisis de la familia y su cortejo de consecuencias negativas: aborto, divorcio, involución demográfica y desprecio por la dignidad del ser humano.
    Y eso es lo que tanto Benedicto XVI como el cardenal Rouco señalaron ayer, día de la Sagrada Familia. El futuro de la humanidad depende de la familia. Si el matrimonio fracasara –apuntó Rouco– se destruiría la civilización. La crisis económica no es sino una expresión de la deriva de Occidente. Una deriva que tiene mucho que ver con la concepción de la persona. Esta no es ni un engranaje más de la máquina de producción, cuya única salvación era la abolición de las clases, como propugnaba el marxismo; ni tampoco un consumidor obediente y compulsivo, títere en manos del dios mercado, como propugna el capitalismo; sino una “criatura amorosa”, como define a la persona Julián Marías, superando la definición clásica de Boecio. Un ser destinado a amar y ser amado, único e irrepetible, en absoluto reducible a la condición de objeto, y por lo tanto ni instrumentalizable ni manipulable. Y el hogar es el único ámbito donde la persona es valorada no por lo que tiene sino por lo que es, como subrayaba Juan Pablo II; aunque también han acertado a verlo escritores que no son precisamente cristianos, como el polémico Michel Houellebecq: “La familia es el último reducto frente al mercado”.
    Por desgracia, los poderes públicos parecen no entender esa realidad y en lugar de valorar el papel crucial del matrimonio y la familia como claves de bóveda de toda la civilización, se empeñan en legislar en contra de ella. No sólo no la apoyan, reconociendo su valor social y económico, sino que tiran contra su línea de flotación mediante el divorcio exprés, la ley que convierte el aborto en un derecho y ese delirante disparate que es el matrimonio homosexual. Todo ello retrotrae a Occidente al despotismo totalitario (el número de abortos supera ya a los genocidios nazis y estalinistas) e impone la cultura de la muerte, privando a las sociedades del primer mundo de resortes morales. Terrible paradoja, ya que el único colchón que ahora mismo está amortiguando los perfiles más dramáticos de la crisis es justamente la familia.  

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