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Entre los numerosos pronunciamientos de obispos estadounidenses, con motivo del 40 aniversario de la liberalización del aborto en el país, destaca la carta que ha escrito a sus fieles monseñor Samuel Joseph Aquila, arzobispo de Denver (Colorado). Formado como médico en su juventud, monseñor Aquila tuvo la oportunidad, durante sus estudios, de ver de cerca el resultado de un aborto. La experiencia -explica- le cambió por completo, y le hizo abrazar la causa provida y, más tarde, volver a la fe
Noticia digital (24-I-2013)
Estados Unidos conmemoró el 22 de enero el 40 aniversario de la Sentencia Roe vs. Wade, por medio de la cual el Tribunal Supremo del país liberalizó el aborto. Durante estas cuatro décadas, la Iglesia católica ha sido una de las más firmes defensoras de la vida de los no nacidos. También en este aniversario, miles de fieles católicos están participando en los actos que se celebran anualmente en la capital, Washington DC, y que culminan mañana en la Marcha por la Vida. La Iglesia ha convocado también una novena de oración y penitencia por el fin del aborto, del 19 al 27 de enero.
En torno a este triste aniversario, numerosos obispos se han dirigido a sus fieles mediante cartas pastorales y homilías para hablar sobre la lacra del aborto, que desde 1973 se ha cobrado 55 millones de vidas en el país. Sin embargo, pocos textos resultarán tan impactantes como el de monseñor Samuel Joseph Aquila, arzobispo de Denver (Colorado). Es conocido por ser uno de los obispos más claros en su condena del aborto. Ahora, se sabe que es porque pocos obispos han tenido una experiencia tan cercana de este drama. En una extensa carta, monseñor Aquila narra lo que le ocurrió cuando, entre finales de los 60 y principios de los 70, estudiaba Medicina y trabajaba como auxiliar en la sala de urgencias del Centro de salud de la Universidad y en un hospital de California.
Un niño en un lavabo; otro, hecho pedazos
Durante los tres primeros años de sus estudios, «no practiqué mucho mi fe, y ciertamente, nunca imaginé que el Señor me llamaría a ser obispo». Un día, entrando en una sala quirúrgica vio que «en el lavabo, totalmente abandonado, estaba el cuerpo de un pequeño niño no nacido, que había sido abortado. Recuerdo que me quedé impactado», y que «pensé que debía bautizar a ese niño».
A continuación, el arzobispo reconoce que su segundo roce con el aborto fue incluso más traumático: una mujer entró gritando en urgencias, diciendo que ya le habían practicado un aborto y que el médico le había dicho que terminaría de expulsar los restos de su hijo de forma natural. Pero sangraba mucho. Después de subirla a la camilla entre cuatro personas -el médico, la enfermera, el novio de la joven y el propio Samuel-, «yo sostuve una vasija mientras el doctor retiraba un pequeño brazo, una pequeña pierna y luego el resto del cuerpo destrozado de un pequeño niño no nacido. Eso me impactó. Me sentí muy triste por la madre y el hijo, por el doctor y la enfermera. Ninguno de nosotros hubiera participado en algo así, si no hubiera sido una emergencia. Yo fui testigo de cómo un pequeño ser humano había sido destruido por la violencia».
Preparados para defender la vida humana
Cuando había comenzado a trabajar en el hospital, el joven Samuel «no tenía mucha idea del sufrimiento humano o de la dignidad humana». Estos dos sucesos le cambiaron radicalmente: «Fui testigo de la muerte de dos pequeñas personas que nunca tuvieron la oportunidad de respirar. Eso no lo podré olvidar jamás. Y desde entonces nunca he sido el mismo. Mi fe era débil en aquel momento. Pero supe por la razón, y por lo que vi, que una vida humana había sido destruida. Mi consciencia despertó a la verdad de la dignidad del ser humano desde el momento de la concepción. Me convertí en provida y eventualmente regresé a mi fe». El resto es historia.
A continuación de esta experiencia, monseñor Aquila trata con profundidad muchas de las facetas del aborto, y sobre cómo 40 años de aborto libre han dado a la cultura de la muerte una «base firme y sólida» en el país. Subraya, por ejemplo, la importancia de que los fieles estén preparados para argumentar sobre la verdad de la vida humana. Reconoce que, incluso después de sus dos experiencias de abortos, «no estaba preparado para defender la vida, no estaba preparado ni siquiera para ver la verdadera dignidad humana, mucho menos para proclamarla».
¿Y cuál es esa verdad? El arzobispo hace hincapié en que, pese a que algunos católicos defiendan que no es un mal moral en todas las circunstancias, «el aborto nunca es un acto justificable». Con todo, subraya que «la respuesta de la Iglesia ante las mujeres que han realizado abortos, deber ser siempre de compasión, solidaridad y misericordia. El aborto es un acto pecaminoso y una tragedia. Los padres y madres de niños abortados son amados por Dios y necesitan la misericordia y la sanación de Jesucristo». También pide leyes justas, y urge a sus fieles a unirse para la construcción de una cultura de la vida.
Éste es el texto íntegro de la carta de monseñor Aquila:
Queridos hermanos y hermanas en Cristo:
Fui a la universidad en universidad en 1968 con la idea de convertirme en doctor como mi padre. A fines de los 60s y en los 70s, los campus universitarios eran lugares de mucha agitación. En los tres primeros años en la universidad, yo no practiqué mucho mi fe, y ciertamente, nunca imaginé que el Señor me llamaría a ser obispo.
Pasé mis primeros tres años de universidad trabajando como auxiliar y asistente en la sala de emergencia en el Centro de salud de la universidad y en un hospital en California, durante las vacaciones de verano. Cuando comencé a trabajar, no tenía mucha idea del sufrimiento humano o de la dignidad humana.
Pero durante mi trabajo en hospitales, algo cambió. En ese momento, algunos estados habían aprobado leyes a favor del aborto, que yo no ni siquiera sabía que existían. Debido a estas leyes, cuando estuve en la universidad fui testigo del resultado de dos abortos.
El primero fue en una unidad quirúrgica. Entré en una de las salas y en el lavabo, totalmente abandonado estaba el cuerpo de un pequeño niño no nacido, que había sido abortado. Recuerdo que me quedé impactado. Recuerdo haber pensado que yo debía bautizar a ese niño.
El segundo aborto fue más traumático. Una mujer joven entró a la sala de emergencia dando alaridos. Dijo que ya había tenido un aborto y que el doctor la envió a su casa diciendo que ella evacuaría los restos de forma natural. Pero mientras el doctor, su novio, la enfermera y yo la pusimos en la camilla, ella estaba sangrando.
Yo sostuve una vasija mientras el doctor retiraba un pequeño brazo, una pequeña pierna y luego el resto del cuerpo destrozado de un pequeño niño no nacido. Eso me impactó. Me sentí muy triste por la madre y el hijo, por el doctor y la enfermera. Ninguno de nosotros hubiera participado en algo así, si no hubiera sido una emergencia. Yo fui testigo de cómo un pequeño ser humano había sido destruido por la violencia.
El recuerdo de esto me persigue. Nunca olvidaré que fui testigo de hechos de inexplicable brutalidad. En los abortos de los que fui testigo, personas poderosas tomaron decisiones que terminaron con la vida de niños pequeños e indefensos. Mediante mentiras y manipulación, los niños fueron vistos como objetos. Mujeres y familias fueron convencidas de que acabar con una vida sería indoloro y fácil de olvidar. Algunos expertos construyeron argumentos aparentemente convincentes, diciendo que los niños no nacidos no eran personas en ningún sentido, que no sentían dolor, y que estaban mejor muertos.
Yo fui testigo de la muerte de dos pequeñas personas que nunca tuvieron la oportunidad de respirar. Eso no lo podré olvidar jamás. Y desde entonces nunca he sido el mismo. Mi fe era débil en aquel momento. Pero supe por la razón, y por lo que vi, que una vida humana había sido destruida. Mi consciencia despertó a la verdad de la dignidad del ser humano desde el momento de la concepción. Me convertí en provida y eventualmente regresé a mi fe.
Aprendí qué era la dignidad humana cuando la vi despiadadamente despreciada. Yo sé, sin duda alguna, que el aborto es un acto violento de asesinato y explotación. Y sé que nuestra responsabilidad es la de trabajar y rezar sin cesar, por su fin.
Arrepentimiento, oración y renovación
En cada misa, antes de recibir la Eucaristía, la Iglesia nos indica que consideremos y confesemos nuestros pecados. Cuando rezamos el Yo Confieso en misa, reconocemos los pecados «de obra y omisión». Le pedimos al Señor que tenga piedad. Y pedimos mutuas oraciones entre nosotros.
En el acto penitencial reconocemos los momentos en que hemos optado por el pecado, y también los momentos en que hemos elegido no hacer nada frente al mal en este mundo. Nuestros pecados de omisión permiten el mal; permiten la injusticia. En el acto penitencial, algunas veces pienso en aquellos abortos de los que fui testigo y mi corazón todavía experimenta tristeza. Ruego el perdón para los doctores, enfermeras, políticos y otros que tan ardientemente apoyan el aborto, y rezo por su conversión.
Hoy recordamos el 40 aniversario de Roe vs. Wade: recordamos 40 años de asesinato legal en nuestra nación. Hoy vemos el impacto de esos 40 años. Tolerar el aborto durante 40 años nos ha encallecido. Hemos aprendido a ver a las personas como problemas y objetos. En estas 4 décadas desde Roe vs. Wade, nuestra nación ha encontrado nuevas formas de debilitar a la familia, marginar a los pobres, a los que no tienen casa, a los mentalmente enfermos; hemos encontrado nuevas formas de explotar y abusar.
Hoy día debemos reconocer que 40 años de asesinato legal, le han dado a la cultura de muerte una base firme y sólida en nuestra nación.
También tenemos que reconocer nuestros pecados. Al observar el daño que el aborto ha causado en nuestra cultura, tenemos que arrepentirnos por nuestros pecados de omisión. Nosotros cristianos, tenemos cierta responsabilidad por ésta, nuestra vergüenza nacional. Algunos entre nosotros han apoyado posturas pro-aborto. Muchos hemos fracasado en el intento de cambiar las mentes o ganar los corazones. Hemos fracasado en convencer a la cultura de que toda vida tiene dignidad. Ante la presencia de un mal inexplicable, hemos hecho muy poco, durante demasiado tiempo, con trágicas consecuencias.
Hoy es un día para arrepentirnos. Pero con el arrepentimiento viene el propósito de volver a comenzar. El 40 aniversario de Roe vs. Wade es un día para comprometernos con la cultura de vida. Hoy el Señor nos pide que nos pongamos de pie.
Cuando yo trabajaba en hospitales en la universidad, no sabía o entendía lo que la Iglesia enseñaba respecto de la vida humana. Aprendí por experiencia que una vida humana es destruida en cada aborto. Pero no estaba preparado para defender la vida, no estaba preparado ni siquiera para ver la verdadera dignidad humana, mucho menos para proclamarla. Yo ruego para que ninguno de ustedes, queridos hermanos y hermanas, se encuentren alguna vez en la posición en la que yo estuve muchos años atrás. Rezo para que ustedes estén preparados para defender la verdad sobre la vida humana.
La vida es un don de Dios
La enseñanza de la Iglesia sobre la dignidad de la vida humana es clara. «La vida humana -dice el Catecismo de la Iglesia Católica- debe ser respetada y protegida de manera absoluta desde el momento de la concepción. Desde el primer momento de su existencia, el ser humano debe ver reconocidos sus derechos de persona, entre los cuales está el derecho inviolable de todo ser inocente a la vida».
El derecho inviolable a la vida es enseñado en las Escrituras, en la Tradición Divina, y atestiguado en la ley moral natural. La Iglesia cree que la vida es un derecho dado por Dios y es un don. Nuestra mera existencia es una expresión del amor que Dios tiene por nosotros; el Señor literalmente nos crea por amor, y su amor habla del valor de la persona humana. Nosotros tomamos el don de la vida seriamente, porque cada ser humano es una creación única de Dios Padre.
Al momento de la concepción recibimos el don de la vida y ponemos fundamento a la exigencia del derecho a la vida. «Antes de haberte formado yo en el vientre -dice el Señor al profeta Jeremías-, te conocía. Antes de que nacieras te tenía consagrado».
La dignidad humana comienza con el don divino de la vida. Pero nuestra dignidad se ve enriquecida porque Jesucristo, el Hijo de Dios, escogió vivir entre nosotros como un ser humano. A raíz de la Encarnación, todos los seres humanos podemos compartir no sólo la dignidad humana, sino también la dignidad divina. Nuestra vida humana nos permite compartir la misma vida de Dios; compartir la vida íntima de la Trinidad. «La vida es sagrada -enseña la Iglesia- porque... permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin».
La dignidad y santidad de la vida humana tiene muy claras implicaciones morales: la vida humana inocente es absolutamente inviolable. «La eliminación directa y voluntaria de un ser humano inocente -enseña la Iglesia- es siempre gravemente inmoral».
«No hay ninguna diferencia entre ser el dueño del mundo o el último de los miserables de la tierra -enseñaba el Beato Juan Pablo II en 1993- ante las exigencias morales somos todos absolutamente iguales». La Iglesia, de manera inequívoca, condena el aborto, la eutanasia, la experimentación que destruye embriones y el ataque contra civiles en la guerra.
La Iglesia toma tan seriamente la dignidad humana, que enseña incluso que salvo en «casos de absoluta necesidad» la pena de muerte es inmoral. Matar injustamente es un rechazo del don de Dios.
El aborto siempre es malo
Esta carta pastoral quiere reflexionar particularmente en las enseñanzas de la Iglesia respecto del aborto. En 1974, la Congregación para la Doctrina de la Fe señaló que «a lo largo de la historia, los Padres de la Iglesia, sus pastores, sus doctores, han enseñado la misma doctrina» dígase que el aborto es «objetivamente una falta grave». En 1972, el Papa Pablo VI declaró que «esta doctrina no ha cambiado y es inalterable».
Hoy, muchos católicos parecen creer que si bien el aborto es lamentable, no siempre es un mal moral. Los argumentos seculares para justificar el aborto abundan. Una vida nueva frecuentemente implica dificultades. Cuando el embarazo parece amenazar la salud, la vida o la pobreza, o cuando existe la posibilidad de que un niño nazca con graves discapacidades, el aborto es frecuentemente la solución secular.
Pero tal como la Santa Sede explicó en 1974, «ninguna de estas razones pueden jamás objetivamente conferir el derecho para disponer de la vida de los demás, ni siquiera en sus comienzos; y, por lo que se refiere al futuro desdichado del niño, nadie, ni siquiera el padre o la madre, pueden ponerse en su lugar... para preferir en su nombre la muerte o la vida... La vida es un bien demasiado fundamental para ponerlo en balanza con otros inconvenientes, incluso más graves».
Aunque el aborto nunca es un acto justificable, la respuesta de la Iglesia ante las mujeres que han realizado abortos, deber ser siempre de compasión, solidaridad y misericordia. El aborto es un acto pecaminoso y una tragedia. Los padres y madres de niños abortados son amados por Dios y necesitan la misericordia y la sanación de Jesucristo. Programas como el Proyecto Raquel existen para ayudar a las mujeres que han tenido abortos, a encontrar el amor misericordioso y benévolo de Dios nuestro Padre.
Leyes justas protegen toda vida
Dado que la vida es un valor fundamental, tenemos el deber de proclamar su bondad y dignidad. También tenemos el deber de protegerla con la ley. La Congregación para la Doctrina de la Fe señaló en 1987 que «los derechos inalienables de la persona deben ser reconocidos y respetados por parte de la sociedad civil y de la autoridad política. Estos derechos del hombre no están subordinados ni a los individuos ni a los padres, y tampoco son una concesión de la sociedad o del Estado: pertenecen a la naturaleza humana y son inherentes a la persona en virtud del acto creador que la ha originado».
Claramente, las leyes justas deberían respetar la dignidad del no nacido y su derecho a la vida. Las leyes que no logran esto, deberían ser rechazadas. Es la vocación de todo católico, especialmente de los católicos laicos, trabajar para cambiar las leyes injustas que permiten la destrucción de la vida humana. El Concilio Vaticano II decretó que dado que el laicado está estrechamente vinculado a toda forma de asuntos temporales, «a ellos (los laicos) corresponde iluminar y ordenar las realidades temporales a las que están estrechamente vinculados, de tal modo que sin cesar se realicen y progresen conforme a Cristo y sean para la gloria del Creador y del Redentor».
A pesar de la clara enseñanza de la Iglesia, muchos católicos, y especialmente políticos católicos, sostienen que su oposición personal al aborto no debería afectar su participación en la vida pública. Estos argumentos son irracionales y mal intencionados. Nadie, especialmente una persona en el ámbito público, está eximido del deber de defender el bien común. Y la primera e indispensable condición para el bien común es el respeto y el derecho a la vida. Nuestra Declaración de la Independencia comienza argumentando que todos los hombres deberían proteger los derechos inalienables, concedidos a ellos por Dios; entre ellos, el derecho a la vida.
En la base de los argumentos que reconocen la inmoralidad del aborto pero apoyan su protección legal, se encuentra el relativismo y la cobardía; una rechazo a defender una verdad básica y fundamental. No hay nada más importante en la Ley que la protección del derecho a la vida.
Los Padres del Concilio Vaticano II recuerdan a los católicos que «no es menos grave el error de quienes, por el contrario, piensan que pueden entregarse totalmente del todo a la vida religiosa, pensando que ésta se reduce meramente a ciertos actos de culto y al cumplimiento de determinadas obligaciones morales. El divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época... No se creen, por consiguiente, oposiciones artificiales entre las ocupaciones profesionales y sociales, por una parte, y la vida religiosa por otra. El cristiano que falta a sus obligaciones temporales, falta a sus deberes con el prójimo; falta, sobre todo, a sus obligaciones para con Dios y pone en peligro su eterna salvación». Estas palabras resuenan aún más ciertas hoy, cuando muchos católicos han retirado su fe del mundo y la vida pública.
En 1987 el Beato Juan Pablo II dijo a los norteamericanos que «cada persona humana, sin importar cuan vulnerable o indefensa, sin importar cuan joven o vieja, sin importar cuan saludable, discapacitada o enferma, sin importar cuan útil o productiva para la sociedad sea; es un ser de un valor inestimable, creado a imagen y semejanza de Dios. Ésta es la dignidad de los Estados Unidos, la razón por la que existe, la condición para su supervivencia: sí, la última prueba de su grandeza; respetar a cada persona humana, especialmente a los débiles y a los más indefensos».
El legado de Estados Unidos es el respeto por la dignidad humana, especialmente el respeto por los inocentes, los vulnerables y los marginados. Los líderes políticos católicos que dicen que pueden separar las verdades de la fe de su vida política, están escogiendo separarse ellos mismos de la verdad, de Jesucristo y de la comunión con la Iglesia católica.
Por el contrario, los líderes políticos católicos que verdaderamente entienden las enseñanzas de la Iglesia y que utilizan su ingenio e iniciativa para desarrollar nuevas y creativas formas para acabar con la protección legal del aborto, merecen el reconocimiento y apoyo de la Iglesia y de todos los fieles laicos. Todos debemos poner nuestra energía y esfuerzo para terminar con la protección legal del aborto. Es y debe ser el objetivo político primordial de los católicos norteamericanos: es difícil imaginar otro asunto político con la misma significación que la legalización del asesinato de niños.
Construyendo un cultura de la vida
Proteger la vida es un nuestro deber como católicos, y acabar con la protección legal del aborto es imperativo. Han pasado 40 años y todavía no hemos encontrado una estrategia exitosa para acabar legalmente con la protección legal del asesinato de los no nacidos. Pero también hemos fracasado en ganar la opinión pública. Las encuestas sugieren actualmente que el 63% de los norteamericanos apoyan la protección legal del aborto. Es aquí donde el cambio debe comenzar.
Aunque debemos seguir con los esfuerzos legales, tenemos que reconocer que la ley sigue a la cultura: cuando vivamos en una cultura que respeta la dignidad de toda vida humana, fácilmente aprobaremos leyes que hagan lo mismo.
Nuestra tarea, dijo el Beato Juan Pablo en 1995, es «amar y respetar la vida de cada hombre y de cada mujer y trabajar con constancia y valor, para que se instaure finalmente en nuestro tiempo, marcado por tantos signos de muerte, una cultura nueva de la vida, fruto de la cultura de la verdad y del amor».
Una cultura de vida, simplemente, es aquella que gozosamente recibe y celebra el don divino de la vida. Una cultura de vida reconoce la dignidad humana no como un concepto académico o teológico, sino como un entusiasmante principio, como medida de la actividad de la familia y la comunidad. La cultura de vida apoya muy especialmente la vida de la familia. Apoya y celebra la dignidad de los discapacitados, no nacidos y ancianos. Una cultura de vida busca vivir en gratitud por el don de la vida que Dios nos ha dado.
Si queremos construir una cultura de vida, debemos comenzar con la caridad. La caridad social o solidaridad es la marca de la cultura de vida y de la civilización del amor. Permite que nos veamos mutuamente a través de los ojos de Dios y por tanto, ver el valor único y personal de cada uno. La caridad nos permite tratarnos mutuamente con justicia, no por nuestras obligaciones, sino por el deseo de amar como Dios nos ama.
Esta caridad debe comenzar en la familia. Nuestras familias son el primer lugar donde pueden ser apoyados aquellos que son marginados y cuya dignidad es olvidada. Para construir una cultura de vida necesitamos comprometernos a fortalecer nuestra propia familia, y a apoyar las familias en nuestra comunidad. Familias sólidas generan los fuertes vínculos que nos permiten amar a aquellos que están en mayor riesgo de perderse en la cultura de muerte.
La caridad de la cultura de vida también apoya obras de misericordia, apostolado y justicia social. Las familias impactadas por la cultura de muerte están generalmente destruidas. Apoyar la adopción, el matrimonio, programas responsables de atención social y salud, así como políticas responsables de inmigración, hablan de una cultura que abraza y apoya la dignidad de la vida.
Una verdadera cultura de la vida, es contagiosa. El gozo que brota de vivir en gratitud por el don de la vida, y de tratar la vida como un don, genera un cambio. Cuando los cristianos comencemos a vivir con verdadero respeto frente a la dignidad humana, nuestra nación despertará ante la tragedia del aborto, y ella empezará a cambiar.
Finalmente, queridos hermanos y hermanas, deseo recordarles el poder de la oración. Nuestra oración y sacrificio por el fin del aborto, unidos a Cristo en la Cruz, transformarán los corazones y renovarán las mentes. En oración, encomendemos nuestra nación a Jesucristo. Y haciéndolo, podremos estar seguros de la victoria.
Hoy les pido a todos que se unan conmigo en una nueva resolución para construir una cultura que vea con los ojos de Dios, que vea la dignidad del no nacido, de la mujer y del hombre, del pobre, del anciano, del enfermo mental, del discapacitado.
Nuestros padres vieron con los ojos de Dios cuando reconocieron en la Declaración de la Independencia que «sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad».
Les pido, queridos hermanos y hermanas, que se unan a mí en la construcción de una cultura de vida que termine con el brutal asesinato de niños no nacidos, los más pequeños entre nosotros. No hay tarea más grande que podamos realizar. Rezo para que las palabras de la Escritura ardan en nuestros corazones: «Tú creaste mis entrañas, me plasmaste en el seno de mi madre: te doy gracias porque fui formado de manera tan admirable. ¡Qué maravillosas son tus obras! Tú conocías hasta el fondo de mi alma».
Sinceramente suyo en Cristo,
Excelentísimo Monseñor Samuel J. Aquila, STL
Arzobispo de Denver
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