Con justa alegría se ha recordado recientemente el nacimiento de nuestro Rey, Don Juan Carlos. Como historiador me parece oportuno que se recuerde también la raíz misma de su legitimidad, cuya defensa sus padres asumieron sin protagonismo y cuya importancia merece ser destacada. El matrimonio de Don Juan buscaba, entre otras cosas, poner fin a aquellas disyuntivas dinásticas que, al mezclarse con cuestiones políticas, habían provocado guerras civiles. Cuando nuestro Rey nació en el exilio de Roma, España estaba viviendo la última, y también la más sangrienta, de nuestras guerras civiles: la segunda República, acentuando los errores que ya cometiera la primera, había conducido a esos desastres primero el de la fracasada revolución (1936), después a la lucha armada y prolongada. Y, en medio, estaba Don Juan de Borbón. Me parece importante destacar su papel. Yo no lo hago desde la línea que adoptan quienes se sienten defraudados porque no llegó a reinar y revelan su afecto titulándole Juan III. Don Juan no llegó a reinar. Entre otras razones porque en España la proclamación se hace mediante un requisito supremo, el juramento de las Cortes. Aún recuerdo la emoción personal que yo mismo sentí aquel día de junio de 1969 cuando Don Juan Carlos fue jurado. La legitimidad había vuelto. Ahora bien, en las raíces de ese acto, que consumaba el paso decisivo hacia una Transición que se presenta en todos los medios de comunicación como ejemplar, se hallaba precisamente Don Juan de Borbón y Battenberg, el tercero de los hijos de Alfonso XIII. El rey depuesto el 14 de abril de 1931, cuyas cualidades han sido certeramente explicadas por Carlos Seco, uno de nuestros mejores historiadores, no había renunciado a su legitimidad. Definió su postura como una suspensión de las funciones, esperando que la nación española rectificara el error. Ahora el apoyo absolutamente mayoritario que se pronuncia a favor de su nieto viene a ser una demostración muy clara del acierto en esta decisión. Seguía siendo el depositario de esa legitimidad, que debía transmitir a uno de sus hijos. Por razones distintas, se vio obligado a recurrir al tercero. Y Don Juan, que había comenzado una brillante carrera como marino en la Home Fleet, hubo de cambiar el modo de vida, regresando desde el Lejano Oriente para asumir sus funciones y cuidar de que fueran transmitidas a su hijo, Juan Carlos, que, con su nacimiento, consolidaba esa misma legalidad.
Con sorpresa para algunos de sus partidarios más radicales, aceptó la entrevista directa con Franco a bordo del «Azor». No se trataba de discutir la forma de Estado que debía sustituir al autoritarismo consolidado dentro de la confesionalidad católica, ya que en esto sí coincidían los interlocutores: sólo la monarquía podía garantizar el futuro. Se trataba de que el futuro rey, sucesor como pensaba Don Juan, sustituto como parece que ya escondía in mente el Generalísimo, se educase en España, a fin de que fuera «español». Sí, español de todos, aunque entonces no se dijera. Doña Mercedes cobró una enorme importancia, apoyando a su marido y, sobre todo, afirmando las relaciones de afecto entre padre e hijo. Los historiadores estamos obligados a insistir en este punto: partiendo de fórmulas distintas, la suspensión o la continuidad del sistema político, el amor entre ambos se fue afirmando. Insisto en el recuerdo: el amor es esencial en la monarquía. De ahí la importancia del matrimonio de Don Juan Carlos con Doña Sofía. Es posible que no se haya prestado suficiente atención al papel que la Reina actual ha desempeñado.
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