Contra mis hábitos, voy a dedicar un tercer artículo consecutivo a un mismo tema. Aunque no quisiera hablar del coronavirus, no hay nada más trascendente que la suspensión en Italia de la Santa Misa cum populo durante un mes. Es una decisión inédita en dos mil años de cristianismo en los que han llovido pestes, cóleras, lepra, catástrofes, hambrunas, guerras y revoluciones; pero siempre hubo misas para consuelo y esperanza de las gentes.
El contraste con mi artículo sobre las manifestaciones feministas lo hace más doloroso. Porque sostenía que el hecho de que no desconvocasen se debía a un implícito sentido sacro del feminismo, nuevo dogma de la posmodernidad, dotado, por lo visto, de la infalibilidad y la inmunidad.
La Conferencia Episcopal italiana parece tener más prudencia con sus creencias (que son, ay, las mías) que los movimientos feministas con las suyas. Entiendo perfectamente que, desde fuera, se equipare la asistencia a la Santa Misa a cualquier otro evento más o menos multitudinario; pero, desde dentro, ¿olvidamos el valor infinito de Santo Sacrificio? Me parece lógico que el Gobierno italiano, que está dando el combate al coronavirus con envidiable beligerancia, exija la supresión de las reuniones públicas, incluyendo las religiosas, pero sorprende la inmediata docilidad de los obispos, que han obedecido al poder civil sin rechistar.
El tono del comunicado era frío como un trámite burocrático y se echa de menos, al menos, el dolor por tener que tomar una medida así, y pedir a los sacerdotes que celebren sus misas privadas por todos; y la recomendación a los fieles de que hagan comuniones espirituales y recen el rosario en familia; y hasta la organización de rogativas a San Roque, santo antipestífero por antonomasia, aunque se riese el mundo. Quizá lo hagan a partir de ahora y se adapten a la emergencia sanitaria sin privar a los fieles ni de las gracias infinitas que nacen de la Misa ni de su significado hondísimo de memorial de la Redención. Por ejemplo, ojalá arbitren muchas más misas, de forma que puedan celebrarse con límites de asistencia y manteniendo la distancia entre los fieles. O hagan exposiciones permanentes del Santísimo en cada templo.
Italia nos lleva dos semanas de adelanto en la epidemia. Tal vez nuestros obispos pueden beneficiarse de esa experiencia. Mientras, por si acaso, voy a vivir la Santa Misa con una devoción más intensa.
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