«El problema de la pobreza era tan profundo que no se solucionaba montando empresas», dice el misionero madrileño Álvaro Ramos. Él lo intentó durante años a través del mundo de los negocios y de las ONG, pero Dios le acabó llevando de la mano hacia el sacerdocio y la misión
«Yo era el típico niño bien de Madrid, de clase media alta, que empezó a jugar al golf cuando aquí nadie jugaba al golf»: así comienza su testimonio el misionero madrileño Álvaro Ramos, de 42 años, hoy sacerdote encardinado en Honduras. Aunque hasta llegar allí pasó por muchos años de dudas y búsquedas.
Su itinerario comienza precisamente en aquellos campos de hierba lisa, entre palos y hoyos, donde trataba de emular a su héroe, Severiano Ballesteros. «Yo estaba enganchado al golf, pero allí me encontré con la última generación de caddys, chicos de mi edad que venían de un entorno mucho menos favorecido que yo. Eran chavales que tenían que traer dinero a casa, y a mí el contacto con ellos me sorprendió. Eran chicos como yo que habían dejado de estudiar, y que trabajando como caddys entraban de alguna manera en ese microcosmos del golf en el que yo me movía. Era como el reflejo de la sociedad: unos pueden jugar, y otros están ahí, aparcados, sin poder participar, como si no sirvieran», recuerda Álvaro.
De este modo, poco a poco empezó a hacerse amigo de aquellos chicos y pudo conocer un Madrid que normalmente un chico de Boadilla como él no habría podido conocer nunca. «Nos hicimos una pandilla. Yo era uno más, aunque veníamos de mundos diferentes. Jugábamos al fútbol, salíamos juntos…, y vi cómo vivían. Así fue como conocí los pisos patera donde había camas calientes, colchones que compartían por turnos… Hoy estoy muy agradecido porque la vida te coloca desde pequeño en un lugar y luego es difícil conocer otra realidad. Me di cuenta de que la vida era injusta, que había algunos que podían estudiar y ser banqueros y abogados, y otros no».
A la hora de entrar en la universidad, Álvaro entró en ICADE por consejo de sus padres, «aunque a mí lo que me gustaba era jugar al golf». Al acabar, encontró un buen trabajo en un despacho de abogados, al mismo tiempo que seguía quedando con sus amigos de siempre. «Con la gente humilde aprendí que en realidad no necesitamos tanto, y me di cuenta de que me sobraba el dinero. Yo no le daba valor a eso de los títulos, a crecer profesionalmente. Yo tuve la suerte de poder estudiar y subir, ¿y qué pasaba con esos que se quedaban abajo?»
En medio de este proceso decidió dejar el despacho y se fue a hacer un MBA a Estados Unidos: «Yo quería aprender más del mundo de los negocios para luego ayudar a resolver la pobreza». De ahí, al Bank of America a trabajar como analista en banca de inversión, porque no acababa de encontrar un proyecto en el que involucrarse totalmente y «en las ONG que conocía veía demasiado buenismo».
Llegó la crisis de 2007, las hipotecas subprime, que le pilló de lleno, y dejó el trabajo para volver a España a colaborar con una empresa de vivienda social de alquiler. En paralelo empezó a buscar con un amigo ONG pequeñas en América Latina para ofrecerles financiación. «Viajé por allí y aproveché también para hacer turismo, pero al mismo tiempo pude ver la pobreza más extrema, y eso me cuestionó mucho mi vida. Vi niños rebuscando en la basura, niñas pequeñas prostituyéndose… Eso me impactó mucho».
Álvaro tiene la impresión de que todo este recorrido le ha servido «para irme preparando. Yo quería lanzarme, pero no encontraba mi lugar definitivo». Entonces aterrizó en la misión del español Patricio Larrosa en Honduras, que le ayudó a decidirse: «Dejé mi trabajo en Madrid y volví a Honduras para emprender un negocio que ayudase a los chicos de la misión cuando acabaran de estudiar. Monté un call center, una residencia de estudiantes…, pero aun así no acababa de encontrar una solución al problema de la pobreza, algo a lo que me pudiera entregar por entero. Pensaba: “Esta vida solo la vives una vez. ¿Qué voy a hacer yo con mi vida?” Estaba convencido de que debía emplear el resto de mis años para crear una sociedad más justa, no para comprarme una casa o un coche. La mejor manera de gastar la vida es que la gente coma, y que tenga dignidad».
Esta experiencia supuso para él un punto de inflexión, y el contacto con la misión le hizo darse cuenta de que «yo era más cristianos practicante de lo que pensaba. Practicar no es solo ir a Misa. Un católico practicante no lo es solo porque vaya a Misa. A un cristiano de verdad se le ve en la calle, no en la Misa. Si todos los que se dicen cristianos lo fueran de verdad, el mundo no estaría como está».
Así, poco a poco, nació su vocación misionera, en la que «yo me estaba dejando moldear, aunque todavía me resistía a dejar la seguridad de mi vida. En cambio, leía el Evangelio y me daba cuenta de que todo eso era lo que yo tenía en la cabeza. Comprendí que Dios me había estado ayudando y yo me había dejado ayudar. Todos esos años, Dios me había estado acompañando, asesorando, apoyando…»
Así que cuando se decidió, no quiso moverse de Honduras: «Vi que mi vocación estaba ligada a este lugar, no quise volver a España. El padre Patricio me acompañó un día a hablar con el cardenal Maradiaga, que me dio la bienvenida y me me dijo que adelante. Me ayudó a formarme aun siendo una vocación tardía».
Finalmente, Álvaro se ordenó como sacerdote el 1 de mayo de este año, y desde entonces ha ido acompañando al padre Patricio Larrosa en una misión que ayuda a 30.000 personas cada día. En plena semana de la celebración del Domund, este madrileño reconoce la necesidad de los misioneros, «porque además de su labor abren el corazón de la gente». Pero al mismo tiempo subraya que, «en realidad, todos en la Iglesia somos misioneros».
Juan Luis Vázquez Díaz-Mayordomo
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