Me encanta viajar. Voy hasta cinco o seis veces al año a Sevilla y una o dos a Madrid, a pesar del jet-lag. Suspiro también por expediciones a lugares exóticos, como Granada, callada y mora. Sueño con playas de ensueño, como las de Almería. Málaga es mi Manhattan, cada día más ciudad cosmopolita, pero hace un siglo que no voy, a pesar de la oferta de su Museo Ruso de San Petersburgo, de empaque transiberiano. Hay noches en que recito a Lorca: "Yo nunca llegaré a Córdoba".
Pero adonde más viajo, como digo, es a Sevilla, y por la AP-4, que es un camino íntimo, para casi con los ojos cerrados (el coche, no yo). En condiciones normales (si yo fuese normal), me alegraría muchísimo de la prometida desaparición del peaje. Me alegro bastante; pero un corazón conservador tiene esto. Mientras los progres se congratulan por defecto de cualquier cambio que traigan los tiempos, los conservadores echamos nuestra lagrimita por lo que los tiempos detraen, aunque esté bien detraído y amortizado. Lo inteligente es distinguir la bondad de las cosas con independencia de si las traen o no los tiempos, pero el corazón tiene razones que la razón no entiende.
Del peaje echaré de menos un chiste que me decía cada vez que pasaba. El de uno que era tan sedentario que, cuando llegaba a Las Cabezas, en vez de pagar, mostraba el pasaporte en la caseta del peaje. También hay razones razonables, como la inquietud por el cuidado de la autopista, impoluta gracias a la gestión privada, y el miedo a que su tráfico aumente exponencialmente y con vehículos pesados.
Querencias aparte, me alegro, y siempre nos quedará lo esencial. Lo cerca que está Sevilla. Una noche teníamos una cena allá y mi mujer y yo decidimos quedarnos a dormir. Cuando nos pusimos a dar vueltas por el centro, entre nuestro despiste y las calles en dirección prohibida, habíamos tardado más en alcanzar el hall del hotel que lo que habríamos empleado en llegar a nuestra casa por la AP-4.
La autopista seguirá teniendo sus estrellas, su luna sobre el valle del Guadalquivir, las nieblas de un río y luego, ya llegando a casa, las más densas del Guadalete, las adelfas y las retamas amarillas, los pinos… Será estupendo que sea gratis (o que lo paguemos a través de nuestros impuestos, allí donde cabe todo, a bulto, indiferenciado), siempre y cuando no olvidemos que la autopista era y seguirá siendo, para quien sabe agradecerla, impagable.
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