Ayer presumía de que en esta columna no se llora. Cumpliré la promesa y señalaré cuatro motivos de esperanza a pesar del amargo triunfo electoral del independentismo, que reconozco. Haremos de necesidad virtud y tan contentos, porque aquí somos muy partidarios de las virtudes acendradas.
Teniendo en cuenta que existe una enorme masa social en Cataluña partidaria de la independencia, quizá sea bueno que pruebe un poco más de su levadura. No les han convencido o desengañado todavía los datos de paro, la caída brutal de la inversión extranjera, la fuga de empresas, la quiebra social, el aislamiento del nacionalismo (valga la redundancia), sus nulas posibilidades europeístas, el fracaso institucional, la talla de sus líderes, etc. Si hubiese ganado el constitucionalismo por la mínima, cualquiera habría bajado del burro a media Cataluña. Ahora, a base de experiencia propia y reincidencia, cabe una segunda oportunidad de que se caigan del burro.
Lo que tiene la esperanza paralela de que la movilización a la contra juega a favor de Ciudadanos. Éste, el más votado entre los partidos nacionales, es el más firme a favor de la unidad de los españoles y de su igualdad. Los otros dos partidos, el PSC y el PP han jugado a menudo a negociar con el nacionalismo y a mirar hacia otro lado. Que lidere el constitucionalismo el más combativo y desacomplejado de sus partidos resulta una garantía y un aviso a las otras dos formaciones, bastante menguadas, de dónde se encuentran los votos de los catalanes no nacionalistas y, ojo, en buena parte también los del resto de España.
Si hubiese ganado la suma de los partidos constitucionalistas, además, se hubiese impuesto, como es lógico, una defensa férrea del statu quo actual, esto es, un autonomismo exacerbado, a cuyo servicio ha estado el 155 exprés. En cambio, dejar que el Título VIII de la Constitución siga macerándose en su jugo unos años más, acompañado del voto creciente al partido naranja y jacobino, puede dar lugar a un planteamiento más ambicioso de reforma del sistema, que aspire a más que a apuntalarlo para que aguante. Cuando todo va mal, siempre nos queda el adagio de que todo tiene que empeorar para que mejore.
Además, nos hemos librado, espero, del discurso del "hábil manejo de los tiempos de Rajoy". La próxima vez nadie nos dará -no debería- el gato de la somnolencia y la pasividad por la liebre de la estrategia política.
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