Es Navidad. Los sentimientos de paz y fraternidad que llegan con ella se extienden entre las personas de buena voluntad y todos deseamos la concordia, un hogar para celebrarlo cada uno y que se restablezca la relación entre los adversarios. Su mensaje bondadoso es motivo de ilusión y reconciliación. Pero la Navidad nos traslada a Belén, al comienzo de nuestra era, hace más de dos mil años, a una pequeña ciudad de Judá, donde encontramos la escena siempre entrañable del nacimiento de un niño. Balbucea en un establo de animales porque no había mejor sitio en la ciudad. Fajado y envuelto en pañales lo acurruca su madre como a cualquier bebé. María y José lo contemplan con especial asombro. Allí se congregan más tarde pastores avisados, caminantes generosos y hasta singulares sabios, personajes de Oriente guiados por las estrellas. La tierra fría e inhóspita se transforma en un insólito hogar, abierto a un cielo de coros y cantos que permite a los ángeles entrar en la escena con toda naturalidad, como cualquier otro más.
¿Quién es este niño que concita el interés de los humildes? He aquí el gran secreto, de sobra conocido pero siempre por descubrir: es Jesús, Dios hecho hombre para vivir con nosotros. En torno a él se unen el cielo y la tierra pues quiere iniciar un hogar que congregue a los pueblos dispersos, porque va a procurar la paz a cada corazón y a toda la sociedad. Aquella pobreza y oscuridad propia del mundo se ilumina con la luz de la divinidad y brilla entonces la esperanza que la humanidad ha ido dejando por el camino. La bondad misericordiosa de Dios sale al encuentro de cada persona sin excepción y le comunica directamente una Verdad que le hace participar de su amistad y de su vida. Al asumir nuestra pobreza nos regala su riqueza y nos otorga la herencia de vivir con Dios para siempre.
La Navidad es una oportunidad privilegiada para meditar sobre el sentido y el valor de nuestra existencia, sobre el dramatismo de la historia en la que los hombres, heridos por el pecado, buscamos permanentemente la felicidad y un sentido satisfactorio de la vida y la muerte, pues Jesús en Belén es una llamada de Dios, un reto amable para que cada corazón acepte su invitación.
La Navidad es presencia siempre actual de Dios con nosotros y una provocación, porque lo que aconteció entonces en Belén sigue aconteciendo cada día en la fe. El Amor infinito abraza nuestra humanidad tal como es, sabiendo cómo somos y lo que damos de sí. Y no se ha avergonzado de ese abrazo, ni se ha echado para atrás, sino que una y otra vez se nos ofrece y se nos da como posibilidad de una vida verdadera, de una humanidad buena. En la gruta de Belén, Dios se muestra a nosotros humilde infante para vencer nuestra soberbia. Él no quiere nuestra rendición, apela más bien a nuestro corazón y a nuestra decisión libre de aceptar su amor. Se ha hecho pequeño para liberarnos de esa pretensión humana de grandeza que surge de la soberbia, por lo que son los pobres quienes antes le acogen. El egoísmo y la soberbia le son refractarios. Es necesario hacerse niño, mirar con ojos de niño, y tener los sentimientos de un niño para comprender bien la Navidad. Sólo desde un corazón limpio se puede ver a Dios que se ha encarnado libremente para hacernos libres de ataduras esclavizantes.
La Navidad, capaz de conmovernos, llega a nosotros si Cristo toca nuestro interior y nos atrevemos a escucharle y a renovar nuestra existencia. ¿Qué podemos desear más hermoso esta Navidad que volver a asombrarnos como niños delante del Niño? Simplemente adorando con asombro y agradecimiento entramos en la verdad, la bondad y la belleza de Dios. El "chiquirriquitín" en cada belén, por sencillo que sea, nos dejará contemplar el misterio y orar, y cada árbol de Navidad nos permitirá regresar al Edén -el Paraíso- al que nos lleva Jesús, llenando todo de luz. La caridad, más dulce que todo el turrón y el mazapán, nos dejará el mejor gusto, el poso más duradero al compartir lo nuestro con los necesitados, los que están solos o viven lejos de su hogar. Solo este amor puede quitar la amargura de las víctimas de la injusticia o violencia, del azote de la guerra, del sinsentido de la existencia, de la desolación, del dolor de quienes se ven forzados a emigrar y son víctimas de las mafias que trafican con personas, de los refugiados… y de tantos otros más. Nada nos hace tan conscientes de que necesitamos el abrazo de Dios como nuestra miseria.
No podemos silenciar la Navidad, fiesta de gozo y de salvación ni callar esta verdad bajo las pobres o ricas luces que adornan las calles. A quienes conocemos a Jesús no se nos permite traicionar la Navidad, que es lo mismo que traicionar al mundo. Cristo es el tesoro que llena nuestro corazón de valor para ser testigos de la luz y cantar felices con la voz y con la vida: ¡Gloria a Dios en el cielo y paz a los hombres de buena voluntad!
No hay comentarios:
Publicar un comentario