No no me río de la propuesta de institucionalizar las primeras comuniones por lo civil. No me río no porque me lo tome a la tremenda o me ofenda, sino porque me acuerdo de un chiste. Un cura le cuenta a un colega que está desesperado con los murciélagos de su iglesia. "No sé qué hacer". "Yo lo solucioné rápido", explica el otro: "Les di la primera comunión y no volvieron jamás a la iglesia".
Como ven, es algo muy serio. Para muchos, la primera comunión se ha convertido en un rito pagano de paso de la niñez a la pre-adolescencia y, como rito de paso que es, una vez pasado, si te vi no me acuerdo. (En lo que quizá tenga parte de culpa ese empeño eclesial en retrasar la edad para que los comulgantes entiendan mejor qué, ¿el misterio?) En realidad, los que piden la comunión por lo civil están siendo coherentes con su falta de fe y respetuosos con nuestra fe. El misterio para quien se lo trabaja. Acudir a un sacramento sin fe es sacrílego o, en la más laica de las interpretaciones, incomprensible.
Los que se divierten con el lado bufo de este asunto olvidan que los matrimonios por lo civil fueron, no hace demasiado, una postura extravagante. Luego han sido la norma y hoy pierden terreno ante las parejas de hecho. Y está bien, creo, porque al matrimonio católico, que es tan fuerte, ya saben, una sola carne y hasta que la muerte la separe, hay que llegar con conocimiento de causa. A la primera comunión, que es algo muy hondo, igual.
Hay un debate en la Iglesia sobre qué ha de primar, la caridad o la calidad. Esto es, si hay que abrir las puertas de los sacramentos lo máximo o si exigir un mínimo de compromiso. La caridad es más importante, pero yo, pecador ultramontano, estoy por la calidad. Con todo, como se ve, es un debate inútil: son los ateos, Dios se lo pague, los que prefieren abandonar, con loable coherencia, unos sacramentos en los que no creen.
Cierto que se llevan su parte de la herencia de la Iglesia -una concepción del amor y la familia que sostuvo el cristianismo, o una noción de pureza y trascendencia inherente a la comunión. Pero es su herencia y cumplen así al pie de la letra la parábola del hijo pródigo. Quizá desde muy lejos (con otra perspectiva) recuerden un día la riqueza inagotable que tenían los sacramentos en la casa del Padre, y la añoren, y quieran volver. Entonces, como en la parábola, la Iglesia estará esperándoles con los brazos abiertos.
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