Avanzan
las manecillas del reloj. La tarde se hace hueco entre una bulliciosa mañana.
El silencio vespertino se abre paso entre ceñidas y vetustas calles. El sol
acaricia ya de lejos los tejados de las señoriales casas. Los adoquines invitan
a la reflexión a la vez que mi sombra se alarga tras mi espalda. Las espadañas
de las iglesias acompañan mi caminar sereno mientras la cigüeña acuna a sus cigoñinos
en lo más alto del templo del arrabal. Los callejones por donde discurro
advierten de la serenidad y, a la vez, me traen recuerdos de un vía-crucis de
Miércoles de Ceniza cercano en el tiempo. Los helechos y pilistras presiden las
casapuertas, aún abiertas. Ya me encuentro cerca, en plena calle Chancillería,
de un paraíso espiritual en el que se puede escuchar el silencio. Mis pasos se
detienen a los pies de la iglesia de Las Reparadoras.
Un
convento, fundado por la orden de las Madres Reparadoras -llegadas a Jerez
sobre el año 1898-, que es regentado por las Esclavas del Santísimo Sacramento
y la Inmaculada y en el que se adora al Santísimo las veinticuatro horas del
día. Se trata de un bello templo de ladrillo visto de estilo neomudéjar, con un
impresionante retablo neogótico en el que se representan pasajes de la vida de
Cristo y María, precedido de un majestuoso monumento en el que Jesús Sacramentado
está siempre presente.
Y
nada más. Ni imágenes a las que venerar, ni hornacinas ni capillas, ni guiones
ni varas, ni pasos ni parihuelas. Únicamente la reja que separa a las hermanas de
clausura -ataviadas con hábito blanco inmaculado- del resto de fieles, el
silencio y el Santísimo.
Como
si de almas divinas se trataran, las monjas se postran para adorar, sin
descanso, durante todas las horas de todos los días del calendario, la real presencia
de Su Divina Majestad.
Austeridad,
pobreza, soledad y silencio. Unos valores que se impregnan en mis retinas
cuando me dispongo a arrodillarme sobre los sobrios bancos que son testigos
perpetuos de lo que acontece tras la reja.
Y
ahí nos encontramos todos: el Santísimo, la hermana que lo adora tras la reja,
algunos fieles y yo. Un silencio sepulcral recorre las naves del cenobio
mientras todas las miradas se funden en la sagrada hostia que preside la custodia
que, a su vez, corona el monumento. Lo demás queda guardado para la intimidad
de cada uno.
Pasados
unos minutos, me levanto y vuelvo a hincar mi rodilla en el banco en señal de
reverencia y despedida al Santísimo. Mientras, la hermana continúa venerando al
Señor en su turno de vela y algunos fieles marchan a mi par mientras otros se
apresuran a exponerse ante Dios.
Ya
fuera del templo, la tarde comienza a dar paso al crepúsculo. Los vencejos
avisan de la proximidad de la noche mientras vuelvo sobre mis pasos. Las
farolas de las calles comienzan a iluminar, de forma tenue, los adoquines que
ya no proyectan mi sombra caminante. Las casapuertas están cerradas. Los
cigoñinos ya duermen al cobijo de su madre sobre la espadaña de Santiago. El
relente de la noche comienza a hacer acto de presencia mientras la paz terrenal
que percibo por estas angostas calles se contagia de la quietud espiritual que
porto tras mi visita al templo de las monjas del Santísimo Sacramento.
A
la vez que me alejo, en mi meditación, imagino como la hermana finaliza su
turno de vela y es sustituida por otra, sin cruzarse entre ellas palabra
alguna, con el único fin de mantener, por siempre, la adoración perpetua al
Santísimo.
Mis
pasos ya se pierden por los rincones. El sonido del golpeo de mis zapatos sobre
el empedrado queda cada vez más lejano. Mi presencia se difumina en una
esquina. El silencio de la noche comienza a rasgar los pasajes. Silencio, mucho
silencio, como el de aquel templo de las Reparadoras, sin lugar a dudas, un
ejemplo vivo de fe y adoración al Santísimo Sacramento del Altar.
Beltrán Castell López
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