El escritor escribe como le da la gana, y no lo hace sometido al criterio de quien intenta hacer bien su trabajo y mete la pata hasta el muslerío
Si el juez es varón, es el juez. De ser mujer, es la juez. Lo de «jueza» me resulta insoportable. Escribí el pasado jueves: «La tenebrosa juez Manuela Carmena». Pero algún erudito de la sección de Edición decidió por su cuenta que me había equivocado, y se publicó «la tenebrosa jueza Manuela Carmena». No se trata de un problema menor. El escritor escribe como le da la gana, y no lo hace sometido al criterio de quien, con la mejor voluntad, intenta hacer bien su trabajo y mete la pata hasta el muslerío. En ABC, Jaime Campmany, que se las tenía tiesas con el historiador Javier Tusell, escribió que éste era un «tonto intonso», por aquello de la tonsura y la democracia cristiana. Pero a los responsables de Edición, lo de intonso no les sonó excesivamente bien. Y en lugar de consultar con Jaime Campmany, corrigieron su texto, y salió publicado que Javier Tusell era un «tonto intenso». La intensidad y la tonsura chocaron estrepitosamente sin que el autor del artículo tuviera noticias de la colisión. Al principio de mi feliz estancia en La Razón, le dediqué una columna a la primavera. En esto soy un sujeto sensible y positivo. Me gusta lo que va hacia arriba y no lo que desciende. El otoño será muy bonito y cromático, pero la primavera representa el esplendor de la vida, la recuperación de los árboles desnudos y los bosques detenidos, la esperanza, en una palabra. Reuní la primavera con Manolo Halcón, el gran escritor sevillano que recelaba de su fecha de nacimiento en el invierno de Sevilla. Y le escribí que tampoco era para tanto, aunque es cierto que nacer en enero en Sevilla es hacerlo con las buganvillas tristes, los jacarandas desnudos y el azahar lejano. «Estallada la muerte, que lo haga ahora el azahar y los jarales, y lluevan de oro las encinas». Pero en Edición alguien se había enemistado con los jarales, y los sustituyó por «los zagales», a los que siempre he respetado sobremanera, pero en mi texto nada pintaban. Era un artículo en el que criticaba la cursilería de una nueva rica, que ante su dehesa alfombrada por millones de flores –las flores de José Antonio Muñoz Rojas en «Las Cosas del Campo»–, le ordenó a su Guarda Mayor: «Manuel, quiero el campo así de bonito y florecido durante todo el año». Y al pobre Manuel se le durmieron las palabras.
Falleció un gran amigo y muy ilustre personalidad. No se me dan los artículos a los amigos muertos como a Jaime Campmany, Antonio Burgos y César González-Ruano. Le terminaba escribiendo al recién marchado: «Y te dejo mis palabras en forma de elegía». Pero el editor de guardia de aquella noche no sabía el significado de «elegía». Es decir, la composición poética en la que se lamenta la muerte de una persona. El poema de Miguel Hernández a su amigo Ramón Sijé, «con quien tanto quería», por poner un bello ejemplo. El editor me borró elegía y puso «alegría», hecho que desconcertó y entristeció a los familiares del finado. «Y te dejo mis palabras en forma de alegría», no es manera de terminar el artículo dedicado a un muerto. Pero así se publicó.
El concienzudo y a veces excesivo celo en la responsabilidad de la Edición, nada tiene que ver con la errata, ese diablo sin poder desde que las nuevas tecnologías han suplido a las linotipias. Son consecuencia del desmesurado afán de encontrar un error al columnista de turno y darle una lección. «La tenebrosa juez Manuela Carmena» es, en mi opinión, tenebrosa y juez. Y también tenebrosa, pero no «jueza». Aclarado queda.
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