miércoles, 7 de diciembre de 2011

LA BELLEZA DE LA IGLESIA. SALVE REGINA 2.

LA BELLEZA DE LA IGLESIA (XXVIII)
“Iba ella resplandeciente, en el apogeo de su belleza, con rostro alegre como de una enamorada” Est,5,1
¡MUÉSTRANOS A JESÚS! ( Salve Regina - y 2 )
Seguimos nuestro
recorrido de Adviento
por esta entrañable
y antigua oración. En
esta parte, la invocación
a María se hace
más profunda. Una
vez descrita nuestra
pobre situación de
desterrados, llamamos
a la Señora:
Ea, pues, Señora,
abogada nuestra.
“Ea”, una exclamación
de apremio: venga,
vamos, no te retrases.
“Señora”, así te reconocemos.
Nuestra Reina, con derechos
sobre nosotros, pero al mismo tiempo
nuestra “Abogada”, nuestra garante
y defensa en juicio. La que nos
acompaña en el trance. La que nos
asiste y representa ante Dios. María
es el puente al cielo. Por ser Madre
de Dios y una de nuestra raza.
Vuelve a nosotros esos tus ojos
misericordiosos. Es ya nuestra
última invocación y la más hermosa.
Apelamos a sus ojos misericordiosos ¡qué
atrevimiento! ¡Los ojos de la Virgen, de quien
los tomó Jesús! Los ojos que contemplaron al
Divino Niño. Los ojos que se inundaron de
llanto junto a la cruz. Los ojos que primero
contemplaron a Jesús Resucitado. Los inmaculados
ojos de María inmaculada. Vuélvelos
a nosotros, ¡como si los hubieras apartado un
solo instante del Cuerpo de tu Hijo, la Iglesia!
Y pasamos por fin a la única petición que
hacemos en la Salve. No pedimos otra cosa ni
pedimos menos: ¡Muéstranos a Jesús! Tráenos
al Esperado. Enséñanos al Maestro. Desvélanos
el Misterio.
Después
de nuestro paso
en la tierra
llévanos de la
mano a la puerta
de tu casa, allí
donde habita tu
Hijo, el fruto
bendito de tu
bendito útero, de
tus santas entrañas.
No queremos
nada más, y
en ello lo tenemos
todo. Es la
única petición ¡muéstranos a Jesús!
Él está por venir, Él está por llegar.
¡No nos hagas esperar, Madre! A
veces caminamos ciegos, en desolación,
en crisis… Pero tú, Purísima
vestida de sol, nos muestras ese
Niño que salvaste del Dragón. Paloma
incorrupta que nos traes a
Jesús. Refugio de las almas débiles
que nos traes al Omnipotente.
¡Oh clementísima, oh piadosa, oh
dulce Virgen María! De esta forma
tan bella termina este precioso diálogo.
Clemente, porque nunca jamás nos dejas en la
estacada. Piadosa porque has tenido piedad de
nuestra miseria, y dulce porque suavizas el
amargor de nuestro sufrimiento. Eres la dulzura
de una Madre.
No dejemos de recitar la Salve desde lo profundo
de nuestro corazón, cada día, cada noche.
Encontraremos, lo puedo acreditar, el
consuelo de nuestra Madre Inmaculada, cuya
fiesta celebraremos en unos días.
Petrus quînta
Dios te salve, Reina y Madre de Misericordia,
vida, dulzura y esperanza nuestra.
A ti clamamos, los desterrados hijos de Eva;
a ti suspiramos, gimiendo y llorando
en este valle de lágrimas.
Ea, pues, Señora, abogada nuestra,
vuelve a nosotros esos tus ojos
misericordiosos,
y después de este destierro
muéstranos a Jesús,
fruto bendito de tu vientre,
Oh clementísima, oh piadosa,
oh dulce Virgen María.


Pedro A. Mejías Rodríguez

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