viernes, 3 de enero de 2020

GALDÓS: UNA IMAGEN CREADA POR TODOS





El joven que escribió La Fontana de Oro o los Episodios Nacionales siempre fue discreto, tímido, respetuoso con las ideas y creencias de los demás y muy tolerante. Denunciaba en los periódicos progresistas injusticias flagrantes, de lesa humanidad, y siempre intentó colaborar con las opciones menos traumáticas para la mayoría
Nnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnnn. Esto es lo que ha escrito mi gata, azul rusa, preciosa, gris, muy audaz, y de nombre Tristana, mientras yo le daba vueltas y vueltas en la cabeza a cómo exponer la certeza que tengo, tras estudiarlo tres décadas, de que Benito Pérez Galdós no es que no fuera anticlerical, que lo era, sino de que no pretendió hacerlo público hasta que no pudo escapar de una imagen creada por otros, que lo utilizaron para sus propias guerras. A ello se suma una dificultad añadida: intentar mostrar esto sin que los que lean mis palabras establezcan prejuicios.
El Galdós que yo he conocido, el joven que escribió La Fontana de Oro o las dos primeras series de los Episodios Nacionales siempre fue discreto, tímido, respetuoso con las ideas y creencias de los demás y muy tolerante. Denunciaba en los periódicos progresistas injusticias flagrantes, de lesa humanidad, y siempre intentó colaborar con las opciones menos traumáticas para la mayoría. Por ejemplo, tras el triunfo de la revolución de 1868, respaldó la monarquía de Amadeo I.
Si sus primeras obras, en un contexto tan controvertido y excitado, hubieran sido realmente antirreligiosas y anticlericales –como muchas veces se nos quiere hacer creer–, en el ambiente tan crispado y suspicaz en que se pronunciaban, habrían sido denunciadas por los sectores más radicales del catolicismo, para los que el joven autor canario casi ni existía. Sus primeros críticos solo le aconsejaron alejarse de cuestiones peliagudas, recordándole que había mucho de lo que hablar sin necesidad de significarse. Sin embargo, también es cierto que el joven autor denunciaba claramente al sistema establecido, que pasaba por la alianza Iglesia-Estado, como parte del problema para sacar a una parte importante de la sociedad de su situación miserable. La prensa más progresista y liberal, de la que él mismo formaba parte, no hacía más que destacar de sus obras esa denuncia: la de la hipocresía social, el escándalo y el abuso, convirtiendo estas cuestiones en ejes de los relatos.
Pero hete aquí que en 1888 quedó libre un sillón de la Real Academia Española, y que el sillón fue ocupado por Francisco Commerelán, latinista y católico, y poco más. Aquí empezó la verdadera campaña de la prensa liberal y radical para encumbrar al joven novelista, frente a la poderosa prensa conservadora que clamaba por la sensatez de la decisión académica. El hecho no se puede calificar de anecdótico ni mucho menos, ya que hemos podido comprobar que fue extensa e intensamente relatado, por ejemplo, con el mismo entusiasmo, en la prensa francesa, la más leída en Europa, y la neoyorquina. Así fue como Galdós quedó colocado en la sección anticlerical ante la opinión pública española e internacional.
Las consecuencias de s
Pocos años después, la actualidad de una causa de justicia le llevó a escribir acerca del caso Ubao. De ello hablaban ya hacía meses todos los grandes periódicos, provinciales y nacionales, pues la causa había llegado a los tribunales. Una joven había sido llevada a un convento por su familia, aparentemente contra su voluntad. Galdós trasladó el caso a una obra de teatro, Electra, que tuvo unas consecuencias que se han demostrado inesperadas para él. Se produjeron diferentes manifestaciones y acciones radicales contra los jesuitas, que se convirtieron en una oleada de sucesos ininterrumpidos en contra del poder de la Iglesia sobre la libertad de las personas, incluso sobre los poderes del Estado, creciendo la imagen anticlerical y laicista de la sociedad. En cuanto al novelista, se convirtió en diputado republicano y en la imagen de la manifestación anticlerical de 1910, a pesar de poder dialogar, de apreciar con sinceridad, de manifestar gran tolerancia y respeto, y de mantener sincero aprecio con personas que no compartían esa forma de ver el mundo, a los que todos conocemos, como Valera o su propia hija, educada en los más ortodoxos dogmas de la Iglesia católica.
Él solo pretendía ser un hombre de paz, tolerante y enemigo del conflicto. Los extremos y los radicalismos impedían esta filosofía de vida y él no los comprometió, le obligaron otros a seguir este camino incómodo y arriesgado. Y, bueno, él no dijo que no.
Releamos su obra, 100 años después de morir, como yo la leí la primera vez: sin prejuicios, sin intereses morales y materiales. Conozcamos las grandezas y las miserias de los personajes que pueblan sus escritos, pues son las mismas que las nuestras. No los juzguemos, solo pensemos que cada uno de nosotros podría haber sido uno de ellos.
Pilar García Pinacho
Profesora de Historia de la Comunicación en la Universidad CEU San Pablo

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