En el tercer aniversario del nombramiento de Mons. Fernando Ocáriz como prelado del Opus Dei, ofrecemos el audio de una meditación (15 minutos), predicada el 27 de octubre pasado, sobre la necesidad de orar junto a Jesús.
Transcripción del audio
Tenemos la Obra en nuestras manos, para cada día recorrer esa carrera —carrera sin prisa, sin nerviosismo, pero carrera— de progreso, de llegar hasta el final de las cosas, de los trabajos, de intentarlo, aunque muchas veces no lo consigamos, pero con el empeño por llegar al cursum consummavi cada día.
Y para eso es necesario, sobre todo, —lo sabemos muy bien y procuramos vivir así—, el arma, la gran arma que tenemos, que es la oración. Cuantas veces nuestro Padre [san Josemaría] nos lo ha dicho así. En una de las campanadas del año 73, de junio, nos decía una vez más: “La oración: ésa es nuestra fuerza, no hemos tenido nunca otra arma”. Cuando esto lo escribía nuestro Padre, prácticamente al final de su vida aquí en la tierra —dos años antes de su marcha al Cielo—, cuando decía que “no hemos tenido nunca otra arma”, podría pensar en las grandes batallas que tuvo que librar en su vida, y tenía ese convencimiento de que el arma había sido la oración. Por eso, para nosotros también el arma es la oración: “Nunca hemos tenido otra”, dice nuestro Padre, “y nunca tendremos otra”. La oración.
Hoy, en el evangelio de la Misa, leeremos: “En aquel tiempo, a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola: ‘Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano —ya conocemos bien la parábola—. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: ¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo’”.
Podría parecer que es una oración válida: dar gracias a Dios, el reconocer que uno no es ni ladrón, ni injusto ni adúltero; y, además, decir: “Te doy gracias precisamente por esto”, reconocer que ayuna dos veces por semana, que paga todo lo que debe, etc. “El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: ‘¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador’”. —Y sabemos bien la conclusión del Señor: “Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”.
La oración es nuestra arma, y tiene que ser una oración humilde. Una oración humilde, precisamente porque necesitamos, porque sintamos realmente la necesidad de la oración. Que acudamos a la oración con el alma abierta, necesitada de la ayuda del Señor para todo. Para todo necesitamos ayuda, para dar valor sobrenatural a todas nuestras obras.
Sí, debemos también dar gracias a Dios, pero dar gracias a Dios por las cosas buenas que hay en nuestra vida, porque todo son don suyo. Pero inseparablemente tenemos que pedirle perdón, y tenemos que pedirle ayuda. Me viene enseguida a la cabeza esa oración de don Álvaro: “Gracias, perdón, ayúdame más”, que realmente resume la esencia de nuestra oración. Que es darle muchas gracias al Señor por todo lo muchísimo que nos da, mucho más de lo que sabemos, de lo que experimentamos. También pedirle perdón por nosotros, por todas las cosas que pasan malas en el mundo. Y pedirle ayuda, porque tenemos conciencia de que necesitamos tu ayuda, Señor, para todo. Y eso no nos entristece, sino al revés, nos da seguridad. Porque no podemos ni queremos contar sólo con nuestras fuerzas. Contamos con tu fuerza, con tu ayuda.
Una oración que es nuestra arma, nuestra fuerza, porque no hemos tenido nunca otra, ni tendremos otra. Quiere decir que debe ser algo muy constante, en nuestra vida y en nuestro día. En ese consumar, llegar al final de cada día, tiene que ser también una carrera de oración: llenar nuestro día de oración, en la medida en que nuestra debilidad lo permite, pero siempre con el deseo. Oportet semper orare et non deficere[1]: es preciso orar siempre y no desfallecer.
Estamos intentando ser almas de oración, desde hace ya mucho tiempo. Y nos falta tanto, a veces lo experimentamos, después de tantos años, de tener que decirle al Señor, como ese punto de Camino: “¡Señor, que no sé hacer oración!” Y entonces le pedimos al Señor, se lo decimos ahora también con los apóstoles: Domine, doce nos orare! ¡Enséñanos a rezar![2] Porque necesitamos aprender más. Tenemos que crecer más en ser almas de oración. Enséñanos tú, Señor: Doce nos orare! Enséñanos a rezar.
Y la contestación del Señor que leemos en el Evangelio que les dió a los apóstoles, nos la da a nosotros también: “Cuando os pongáis a rezar, habéis de decir « Padre nuestro»”. Es la filiación divina, porque la oración es expresión necesaria de la filiación divina. No es sólo algo muy bueno: es que es sabernos hijas e hijos de Dios en Cristo, identificados con Jesucristo, el Unigénito de Dios Padre, Él, que es el Verbo eterno, es la Palabra eterna: es su oración. Sabernos hijos, ser hijos e hijas nos lleva a ese —con palabras y sin palabras— dirigirnos al Señor: Padre, Abba Pater! Abba Pater! Tantas veces nuestro Padre tuvo que exclamar, en momentos tan difíciles, ese Abba Pater, Abba, Abba… Padre, papá, con confianza filial. Y así debe ser nuestra oración, llena de confianza. La confianza de ser hijas y de hijos pequeños, que todo lo necesitamos de nuestro Padre Dios.
Una oración, por tanto, confiada, sencilla; también sincera. Sincera para ponernos delante del Señor tal como somos. Una oración que tantas veces —debe ser y es— petición: porque lo necesitamos. El Señor quiere que le pidamos —no porque necesite saber nuestras necesidades, las sabe mejor que nosotros— pero quiere que se lo pidamos porque eso nos viene bien, porque nos hace abrir el alma para estar más dispuestos a recibir precisamente lo que le pedimos. “Pedid y recibiréis”, pedid y recibiréis.
Tenemos que tener también esta fe, este cursum cursummavi, fidem servavi. Que a lo largo del día podamos decir —también al final—, queremos poder decir que hemos mantenido la fe, precisamente también en esto: en que nos hemos fiado del Señor para pedirle todo, para acudir a Él. Hasta en las cosas más ordinarias, pedir su ayuda.
Pedir su ayuda también lógicamente poniendo los medios. Poniendo los medios de nuestro trabajo, de nuestro esfuerzo, poniendo de nuestra parte todo lo que podemos para sacar adelante las cosas. Aunque pidamos —y debamos pedir ayuda al Señor. Porque a veces rezamos pidiendo las cosas al Señor, pero nos falta poner por nuestra parte lo que podemos.
La primera lectura de la Misa de hoy, con palabras del Antiguo testamento —del Eclesiástico— nos habla precisamente de esto, de que el Señor escucha nuestra oración. Tenemos que tener esta fe de que el Señor nos escucha. Dice: “escucha las súplicas del oprimido, no desoye los gritos del huérfano, ni de la viuda cuando repite sus ruegos, su queja. Los gritos del pobre atraviesan las nubes”[3]. Toda la oración, sea de quien sea. Especialmente la oración de quien más lo necesita. Y nosotros necesitamos tanto, Señor, que nos ayudes: necesitamos que nos ayudes hasta en las cosas que más nos parece que somos capaces de hacer solos.
Para todo necesitamos tu ayuda, Señor, y te la pedimos con esta sencillez que queremos tener, con esta confianza de hijas y de hijos pequeños, convencidos de que contigo lo podemos todo: Omnia possum in eo qui me confortat, todo lo podemos con el Señor. Por eso, tenemos que tener también la seguridad de lo imposible, porque con Él lo podremos. Podremos sacar adelante nuestra vida interior, nuestra lucha por la santidad, la labor apostólica en todo el mundo. Estamos haciendo la Obra en todo el mundo, porque es el Señor el que la hace, a través de nuestras obras, y principalísimamente a través de nuestra oración.
Una oración que tiene tantos momentos —que son y queremos que sean habituales— de contemplación, de ver al Señor en todo: junto a nosotros, con nosotros, en nosotros. Una oración que aumentará también nuestro deseo de contemplar el rostro de Cristo, ese vultum tuum Domine requiram! que repetía nuestro Padre: “Señor, ¡que quiero verte! ¡Que quiero verte!”. No porque queramos ya morirnos para verle —también queremos verle al final de nuestra vida, por supuesto —, pero queremos verte, Señor, cada día también: verte presente con nosotros, verte en los demás, verte en las circunstancias del trabajo, del descanso, de la vida en familia. Verte con nosotros, y junto a esto, queremos Señor —como también decía nuestro Padre— “sabernos contemplados por Ti”.
Eso es también la contemplación, la vida de oración: no sólo ver al Señor, sino sabernos contemplados por Él. Así decía nuestro Padre en una de sus homilías: “Sabernos contemplados amorosamente por Dios a todas horas”.
Realmente somos tan poca cosa, Señor, que necesitamos que seas Tú que nos hagas verte, y que nos hagas verte así: contemplándonos Tú a nosotros, amorosamente, continuamente. Así alcanzaremos algo tan estupendo como es el convertir todo en oración: el trabajo, concretamente. Decía nuestro Padre en una de sus cartas: “Realizad pues vuestro trabajo sabiendo que Dios lo contempla”. Y continúa nuestro Padre: “Ha de ser la nuestra, por tanto, tarea santa y digna de Él: no sólo acabada hasta el detalle, —ese cursum consummavi, en cada cosa, en cada trabajo, en cada día—, no solo acabada hasta el detalle, sino llevada a cabo con rectitud moral, con hombría de bien, con nobleza, con lealtad, con justicia. Entonces, el trabajo profesional —y todo nuestro trabajo es profesional— no solo es recto y santo, sino que se convierte en oración”.[4]
Ayúdanos Señor —te lo pedimos por intercesión de nuestro Padre, que nos ha dado este espíritu, este empuje—, ayúdanos a que sea verdad esto: que realicemos nuestro trabajo sabiendo que tú Señor nos contemplas. Así, eso nos ayudará a hacerlo con más alegría, con más empeño, con más seguridad; también con más sacrificio cuando cuesta, con más alegría. Por eso, la contemplación tuya de nosotros, Señor, es eso: contemplación amorosa. Contemplar a Jesucristo.
Y podemos dirigir nuestro pensamiento, nuestra oración, ahora a la Virgen Santísima. ¡Cómo contemplaría la Virgen al Señor! Vamos a pedirle a Ella —sabiéndonos débiles, pero pidiéndole su ayuda precisamente— para querer y realizar más en nuestra vida la oración: el ser almas de oración. Para vivir en nuestra vida esa fidelidad diaria, que nos lleve a concluir cada día habiendo concluido la carrera diaria, manteniendo la fe, manteniendo la fidelidad. Y, en consecuencia, también manteniendo la alegría. Porque fidelidad es felicidad, también así nos lo explicaba nuestro Padre. Y así lo hemos visto siempre a nuestro Padre: contento, precisamente por su fidelidad al Señor, por su unión con el Señor, a pesar de tanto sufrimiento que tuvo que afrontar en su vida.
Madre nuestra, te pedimos para terminar nuestra oración, que nos ayudes a esto: a ser más almas de oración, y a terminar cada día pudiendo decir ese cursum consummavi, fidem servavi.
(Meditación predicada el 27 de octubre de 2019)
[1] Lucas 18, 1
[2] Lucas 11, 1
[3] Eclesiástico 35, 15b-17. 20-22a
[4] San Josemaría, Carta 15-X-1948, n. 26
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