Mi nombre es Marienma, vivo en una ciudad del norte de España, estoy casada y tengo dos hijos. Me gustaría contaros la historia de mi conversión porque es un ejemplo de las muchas maneras en las que Dios actúa hoy en día... Así comienza el correo electrónico que recibimos hace unos días.
Me crié en una familia católica y estudié en un colegio de religiosas hasta los 18 años. Después pasé a la Universidad para estudiar Comunicación Audiovisual. Hasta aquí, mi relación con Dios era superficial, de ir a Misa los domingos y poco más. Alguna vez, cuando las cosas no salían como quería, acudía a Él para pedirle ayuda, pero después me olvidaba rápidamente.
El caso es que empecé a salir con un chico, que no me convenía para nada. Mi entorno veía la realidad pero yo estaba totalmente ciega. Además de lo inocente que era, no hacía caso a nadie y me fui con él. Dejé familia, estudios, amistades… Mis padres sufrieron mucho.
“Esa vida horrible que yo estaba viviendo no la quería para mi hijo”
En pocos meses descubrí la otra cara de este chico. Sufrí malos tratos físicos y psicológicos. Me quedé embarazada aunque, por supuesto, seguí adelante con la ayuda de mi familia porque tenía muy claro que esa vida horrible que yo estaba viviendo no la quería para mi hijo, ni iba a permitir que sufriera por mi mala elección. Tuve a mi hijo, empecé a trabajar para mantenerlo, ya separada del que fue mi novio. En ese momento, estaba muy alejada de Dios.
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Pasaron los años. Me dedicaba a trabajar y a pasármelo bien con mis amigos y, tras unos 10 años, conocí al que hoy es mi marido. Sucedió en mi trabajo de hostelería porque se hospedaba en el hotel. Fuimos conociéndonos poco a poco. Él provenía de Barcelona y era un chico buenísimo, que había sufrido mucho, y no había tenido una familia convencional. Nos hicimos novios. Él aceptaba a mi hijo, que entonces tenía 9 años.
A los pocos años nos fuimos a vivir juntos, y empecé a pedir al Señor que me regalase una hija. La necesitaba en mi familia y la deseaba. No me lo merecía en absoluto por el daño que había ocasionado a mi familia y la cantidad de errores que había cometido. Pero el Señor, que es buenísimo y nos comprende y perdona, me concedió ese deseo y nos regaló a mi hija Edurne.
“Creo que el Señor ya me estaba removiendo”
Al poco de nacer la bautizamos. Tanto mi marido como yo estábamos de acuerdo. Y desde bien pequeñita empecé a llevarla conmigo a Misa. Creo que el Señor ya me estaba removiendo, porque el nacimiento de nuestra hija hizo que acercara a Él paulatinamente.
Llegó la hora de escolarizarla y yo tenía claro que quería una educación católica para ella, y mi marido también estaba conforme, aunque él no recibió esa educación ni estaba bautizado. El mejor colegio para ello, y con buena formación académica y religiosa, era un colegio obra corporativa del Opus Dei. Así que la inscribimos y nos admitieron. Una alegría grandísima porque para mí la educación que reciban mis hijos es sagrada y es la mejor herencia que les puedo dar.
Empezó en el aula de 2 años y, en las primeras semanas, recibí del colegio unos correos sobre actividades de formación espiritual para padres. Yo quería asistir a alguno de ellos, más bien por curiosidad, pero como no conocía a nadie que fuera, no me atreví. Hasta que hablando con una señora que conocía a mi marido me dijo que ella solía ir a los retiros mensuales que tenían lugar en este colegio. Yo le comenté que quería ir y quedamos en ir juntas. Recuerdo que me dijo: “Tú no te preocupes, ven detrás de mí y haz lo que yo haga”. Fui con ella una tarde del mes de junio y me encantó. Había algo que me atraía y continué asistiendo a esos retiros.
Torreciudad y un consejo de D. Javier Echevarría
En septiembre el Santuario de Torreciudad organiza el encuentro de las familias. Esta amiga me comentó que ella iba a ir y me preguntó si querríamos acompañarles. Yo recordaba Torreciudad porque de niña había ido con mis padres un par de veces. La Virgen ya me estaba llamando...
Allí había muchísima gente. El viaje fue un poco largo, pero iba muy ilusionada, y además me hice amiga de una mujer que me ha acompañado y ayudado muchísimo en este camino de conversión y de conocimiento de la Obra. La Virgen nos presentó allí, y, gracias a ella he dado grandes pasos en mi fe. Me ha formado, orientado, aconsejado y comprendido, y tantas veces ha aguantado mis lágrimas. ¡Una gran amiga!
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En la Jornada de las Familias escuchamos al prelado del Opus Dei -que en ese momento era D. Javier Echevarría-, y se me grabó un consejo que nos dio: que llevaramos un crucifijo en el bolsillo o en el bolso y lo acariciásemos de vez en cuando, y que acudiésemos a Él cuando las cosas se pusieran feas. Yo, cuando regresé a Pamplona, compré uno de madera. Además, en Torreciudad le pedí a la Virgen por dos personas que tenían cáncer. Hoy todavía están con nosotros y muy recuperadas: sé que la Virgen nos echó un capote.
Cuando acabó la celebración, que mi esposo aguantó como un campeón, nos fuimos a tomar algo al pueblo más cercano -no sé si era el Tozal o el Grado-, y allí, al bajarnos del coche, me presentaron a un sacerdote al que, unos días más tarde iba a encontrar en el colegio de mi hija, y que iba a ser la mano de Dios para mí.
Volvimos a casa y a la rutina, y un día en el colegio, una amiga me dijo: Ven, que te voy a presentar a un sacerdote maravilloso, que a mí me ayuda mucho. Le acompañé y resultó que era el sacerdote que había conocido en Torreciudad. Me lo presentó y él se ofreció muy educadamente para lo que pudiera necesitar.
“Yo sola no hubiera entrado en el confesionario ni de broma”
Unos días después, mi amiga me habló de la confesión. Yo no me había confesado desde que la Primera comunión y me daba mucho apuro. Ella me acompañó y me dio el empujón que necesitaba, porque yo sola no hubiera entrado en el confesionario ni de broma. En el fondo tenía ganas de limpiar todo eso que llevaba encima y que me pesaba tanto; y tenía el deseo de hacer las cosas bien y de que todo lo malo que había hecho me fuera perdonado.
Al final, entré al confesionario, un poco obligada, cosa que agradeceré siempre porque sino no hubiera dado ese gran paso. Mi confesor era el sacerdote del que antes os he hablado. Encontré en él a alguien que me acogió con mucho cariño y comprensión: me escuchó, no me juzgó y me aconsejó. Salí de allí, feliz, perdonada, nueva, limpia…
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A partir de entonces, me confieso frecuentemente porque es un regalo que tenemos para mirar nuestro interior, evaluarnos ante los demás, reconocer nuestros errores y pedirle al Señor perdón y ayuda. Cada vez que nos confesamos, el Señor nos da un gran abrazo y nos acoge con mucho amor. Él sufre con nosotros, no nos deja solos ante el peligro, y siempre va de la mano con nosotros mientras no le soltemos.
Mi confesor me propuso hacer una confesión general -si yo quería-, ya que llevaba toda la vida alejada. A mí en un primer momento, me ilusionó aunque me tiraba para atrás el hecho de que tenía que contarle toda mi vida y tantos errores cometidos, y no me apetecía mucho recordar ciertos momentos de mi vida. Al final, me animé porque ese tema no dejaba de ronronear en mi cabeza. Hice la confesión general, lloré mucho, me di cuenta del daño que había hecho a los que más me querían y me reconocí como una gran pecadora, pero una pecadora que quería volver con su Padre.
Más adelante pedí recibir el sacramento de la Confirmación, porque no la había hecho de joven. La hice con las alumnas del colegio de mi hija. Fue un día precioso en el que sentí, de verdad, el Espíritu Santo. Me sentí tremendamente feliz. No podía parar de llorar, pero de felicidad y emoción. Fue un gran día, inolvidable y muy consciente de lo que significaba para mí.
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Como yo no estaba casada por la iglesia, no podía comulgar, pero no sabía cómo plantear a mi marido este tema porque pensaba que no lo entendería. Mi confesor me ayudó y rezó mucho. Yo también. Mi amiga me propuso: “Vamos a poner esto en el regazo de la Virgen, y ella se encargará”. Y bien que se encargó. Al mes siguiente, mi confesor bendijo nuestro matrimonio en una ceremonia íntima, con mis hijos y mi esposo, nada más. ¡No me lo podía creer!
Eso fue en junio de 2017. En verano, reservamos unos días un camping en El Grado y nos acercamos a Torreciudad. Necesitaba ir a ver a mi Madre, agradecerle todo lo que había pasado en un año, los regalos que Ella me había hecho y pedirle que siguiera conmigo, agarradita de mi mano y que no me soltara nunca. Y, por supuesto le pedí por mi familia: el primero, por mi marido, que es buenísimo y que ojalá reciba pronto el don la fe.
He seguido con la formación en la Obra. Pedí la admisión como supernumeraria en 2018. También estoy estudiando Teología en la Universidad de Navarra, porque necesito conocer al Señor y me enamora la Sagrada Escritura. Continúo este maravilloso camino de conversión con mucha ilusión. Aunque no es fácil vivir la fe en esta sociedad actual, procuro esforzarme por ser una pequeña luz en la oscuridad. Y espero visitar pronto a mi hermosa Madre en Torreciudad.
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