Lo que verdaderamente importa para salvarse no son las palabras, sino las obras.
Por: P. Clemente González | Fuente: Catholic.net
Por: P. Clemente González | Fuente: Catholic.net
Meditación
«Hoy la liturgia nos propone la parábola evangélica de los dos hijos enviados por el padre a trabajar en su viña. De estos, uno le dice inmediatamente que sí, pero después no va; el otro, en cambio, de momento rehúsa, pero luego, arrepintiéndose, cumple el deseo paterno. Con esta parábola Jesús reafirma su predilección por los pecadores que se convierten, y nos enseña que se requiere humildad para acoger el don de la salvación.“No hagáis nada por rivalidad, ni por vanagloria, sino con humildad, considerando cada cual a los demás como superiores a sí mismos”. Estos son los mismos sentimientos de Cristo, que, despojándose de la gloria divina por amor a nosotros, se hizo hombre y se humilló hasta morir crucificado. El verbo utilizado -ekenosen- significa literalmente que “se vació a sí mismo y pone bien de relieve la humildad profunda y el amor infinito de Jesús, el Siervo humilde por excelencia»(Benedicto XVI, 28 de septiembre de 2008).
Reflexión
Seguramente nos es bastante familiar este refrán: “Obras son amores, que no buenas razones”. Es probable que nosotros mismos lo hayamos pronunciado miles de veces. Y, sin embargo, parece que en muchas ocasiones nos olvidamos fácilmente de él....
En el Evangelio de hoy nuestro Señor nos cuenta la historia de dos hijos. Su padre les pide que vayan a trabajar a la viña. El primero responde de un modo muy poco cortés y un tanto violento: ¡No quiero!”le dice al padre. En cambio, el otro, con palabras muy atentas y comedidas, dignas incluso de un caballero: “Voy, señor” le contesta, pero no va. En cambio, el hijo rebelde y “rezongón” se arrepiente y va a trabajar. Y Cristo pregunta a sus oyentes: “Cuál de los dos hizo lo que quería el padre?”. La respuesta era obvia: el primero. Sus obras lo demostraron.
Y, después del “cuentito”, el Señor dirige unas palabras muy duras a los sumos sacerdotes y jefes del pueblo que le oían: –“Yo os aseguro que los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del Reino de Dios”. ¡Un juicio duro, pero muy certero! ¿Por qué? Porque los pecadores y las prostitutas son como el primer hijo de la parábola: a pesar de que sus palabras no eran las más “bonitas” y adecuadas, ellos hicieron la voluntad del Padre: creyeron en Cristo y se convirtieron ante su predicación.
Mientras que los fariseos y los dirigentes del pueblo judío, que se consideraban muy justos y observantes, y se sentían muy seguros de sí mismos, ésos son como el segundo hijo: sus “pose” externo es muy respetuoso y comedido, pero NO obedecen a Dios. Y lo que Cristo quería era que hicieran la voluntad del Padre.
Yo creo que lo que nuestro Señor quiere decirnos con esta parábola es, en definitiva, que lo que verdaderamente importa para salvarse no son las palabras, sino las obras. O, mejor: que las palabras y las promesas que hacemos a Dios y a los demás cuentan en la medida en que éstas van también respaldadas por nuestras obras y comportamientos. Éstas son las que mejor hablan: las obras, no los bonitos discursos; las obras, no los bellos propósitos o los nobles sentimientos nada más.
Se cuenta que en una ocasión, la hermana pequeña de santo Tomás de Aquino le preguntó: “¿Tomás, qué tengo yo que hacer para ser santa?”. Ella esperaba una respuesta muy profunda y complicada, pero el santo le respondió: “Hermanita, para ser santa basta querer”.¡Sí!, querer. Pero querer con todas las fuerzas y con toda la voluntad. Es decir, que no es suficiente con un “quisiera”. La persona que “quiere” puede hacer maravillas; pero el que se queda con el “quisiera” es sólo un soñador o un idealista incoherente. Éste es el caso del segundo hijo: él “hubiese querido” obedecer, pero nunca lo hizo. Aquí el refrán popular vuelve a tener la razón: “del dicho al hecho hay mucho trecho”.
Por eso, nuestro Señor nos dijo un día que “no todo el que me dice ¡Señor, Señor! se salvará, sino el que hace la voluntad de mi Padre del cielo”. Palabras muy sencillas y escuetas, pero muy claras y exigentes.
Y nosotros, ¿cuál de estos dos hijos somos?
«Hoy la liturgia nos propone la parábola evangélica de los dos hijos enviados por el padre a trabajar en su viña. De estos, uno le dice inmediatamente que sí, pero después no va; el otro, en cambio, de momento rehúsa, pero luego, arrepintiéndose, cumple el deseo paterno. Con esta parábola Jesús reafirma su predilección por los pecadores que se convierten, y nos enseña que se requiere humildad para acoger el don de la salvación.“No hagáis nada por rivalidad, ni por vanagloria, sino con humildad, considerando cada cual a los demás como superiores a sí mismos”. Estos son los mismos sentimientos de Cristo, que, despojándose de la gloria divina por amor a nosotros, se hizo hombre y se humilló hasta morir crucificado. El verbo utilizado -ekenosen- significa literalmente que “se vació a sí mismo y pone bien de relieve la humildad profunda y el amor infinito de Jesús, el Siervo humilde por excelencia»(Benedicto XVI, 28 de septiembre de 2008).
Reflexión
Seguramente nos es bastante familiar este refrán: “Obras son amores, que no buenas razones”. Es probable que nosotros mismos lo hayamos pronunciado miles de veces. Y, sin embargo, parece que en muchas ocasiones nos olvidamos fácilmente de él....
En el Evangelio de hoy nuestro Señor nos cuenta la historia de dos hijos. Su padre les pide que vayan a trabajar a la viña. El primero responde de un modo muy poco cortés y un tanto violento: ¡No quiero!”le dice al padre. En cambio, el otro, con palabras muy atentas y comedidas, dignas incluso de un caballero: “Voy, señor” le contesta, pero no va. En cambio, el hijo rebelde y “rezongón” se arrepiente y va a trabajar. Y Cristo pregunta a sus oyentes: “Cuál de los dos hizo lo que quería el padre?”. La respuesta era obvia: el primero. Sus obras lo demostraron.
Y, después del “cuentito”, el Señor dirige unas palabras muy duras a los sumos sacerdotes y jefes del pueblo que le oían: –“Yo os aseguro que los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del Reino de Dios”. ¡Un juicio duro, pero muy certero! ¿Por qué? Porque los pecadores y las prostitutas son como el primer hijo de la parábola: a pesar de que sus palabras no eran las más “bonitas” y adecuadas, ellos hicieron la voluntad del Padre: creyeron en Cristo y se convirtieron ante su predicación.
Mientras que los fariseos y los dirigentes del pueblo judío, que se consideraban muy justos y observantes, y se sentían muy seguros de sí mismos, ésos son como el segundo hijo: sus “pose” externo es muy respetuoso y comedido, pero NO obedecen a Dios. Y lo que Cristo quería era que hicieran la voluntad del Padre.
Yo creo que lo que nuestro Señor quiere decirnos con esta parábola es, en definitiva, que lo que verdaderamente importa para salvarse no son las palabras, sino las obras. O, mejor: que las palabras y las promesas que hacemos a Dios y a los demás cuentan en la medida en que éstas van también respaldadas por nuestras obras y comportamientos. Éstas son las que mejor hablan: las obras, no los bonitos discursos; las obras, no los bellos propósitos o los nobles sentimientos nada más.
Se cuenta que en una ocasión, la hermana pequeña de santo Tomás de Aquino le preguntó: “¿Tomás, qué tengo yo que hacer para ser santa?”. Ella esperaba una respuesta muy profunda y complicada, pero el santo le respondió: “Hermanita, para ser santa basta querer”.¡Sí!, querer. Pero querer con todas las fuerzas y con toda la voluntad. Es decir, que no es suficiente con un “quisiera”. La persona que “quiere” puede hacer maravillas; pero el que se queda con el “quisiera” es sólo un soñador o un idealista incoherente. Éste es el caso del segundo hijo: él “hubiese querido” obedecer, pero nunca lo hizo. Aquí el refrán popular vuelve a tener la razón: “del dicho al hecho hay mucho trecho”.
Por eso, nuestro Señor nos dijo un día que “no todo el que me dice ¡Señor, Señor! se salvará, sino el que hace la voluntad de mi Padre del cielo”. Palabras muy sencillas y escuetas, pero muy claras y exigentes.
Y nosotros, ¿cuál de estos dos hijos somos?
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