Me admiro mucho a mí mismo por mi amor apasionado a la autocrítica. Aunque es, como casi todos los míos -menos los más importantes-, un amor platónico. Apenas me dejan autocriticarme. Cuando lo hago, los más buenos se apresuran a quitarme la razón. Y los más críticos, transforman mi autocrítica en un signo de debilidad y en una oportunidad para atacarme o etiquetarme. Les explicaría que la autocrítica es muestra de seguridad en uno mismo y de inteligencia, pero no quedaría demasiado autocrítico.
Todavía más perplejo me hallo ante las autocríticas de los demás. Unos se extrañan de que no se las discuta, y otros, los mejores, quedan atónitos de que les admire tanto creyéndoles a pies juntillas.
Con los que no se las hacen, no hay nada que hacer. Se las puedes hacer tú, por supuesto, y en la mayoría de los casos con una facilidad infinitamente mayor que a los autocríticos, que afinan más y, además, se adelantan. Pero es algo que no se puede delegar. Nadie, por muchas ganas que nos entren, puede decirle a nadie: "Te voy a hacer una autocrítica".
Por tanto, este artículo no puede hacer una autocrítica a esos políticos que no se la hacen. Cuánto les alabaría yo y, sobre todo, cómo aumentarían ellos su eficacia. Estoy pensando en los reproches de José María Aznar a la debilidad frente a los nacionalismos de su sucesor, pero sin arrepentirse nunca de las competencias esenciales que él regaló ni de su propio dedazo. Tampoco he visto golpes en el pecho en los discursos críticos (que aplaudo) de Felipe González y de Alfonso Guerra. ¿No paró el primero la investigación de los proto-delitos nacionalistas y no votó Alfonso Guerra a favor de un estatuto catalán que él sabía inconstitucional? Lo mismo podría decirse de empresarios que ahora se espantan, de periodistas, de intelectuales, de tantos diputados culiparlantes que vendieron los intereses de sus circunscripciones sin moverse de su asiento…
A esta situación extrema de España hemos contribuido todos, según nuestro nivel de responsabilidad, o no hemos contribuido a prevenirla. No quiero terminar este ruego a los demás de que sean autocríticos sin predicar con el (mal) ejemplo. Siempre estuve en contra de las comunidades antónimas y de los nacionalismos, pero tenía que haber insistido más y mejor: haberme ganado un prestigio (ay, mi pereza) desde el cual dar la batalla. Avisé de esto a menudo, pero con inutilidad perfecta.
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