miércoles, 6 de septiembre de 2017

RECUERDOS DE LA CALLE DE LAS PIEDRAS; POR CÁNDIDO GUTIÉRREZ NIETO

Final del miércoles es lo mismo que decir que llegó el momento de publicar el artículo que en su día viera la luz en "Raíces de Grazalema" de nuestro siempre querido y admirado Diego Martínez Salas.

Hoy traigo a SED VALIENTES este firmado por Cándido Gutiérrez Nieto y que lleva por título "Recuerdos de la Calle de las Piedras" en el que se reviven momentos, recuerdos y vivencias de un lugar tan emblemático y característico de Grazalema.

No me quiero extender más porque aquí el protagonista es nuestro siempre querido y añorado Diego Martínez Salas que junto a su equipo de colaboradores creara en su día ese sitio web tan imprescindible como es "Raíces de Grazalema". La protagonista absoluta de cada miércoles noche es Grazalema a través de su historia, cultura, cosas y gentes.

Sirva la publicación de este artículo como mi particular homenaje a la memoria de Diego así como mi reconocimiento a su gran equipo de colaboradores.

Sirva este artículo como muestra de cariño hacia su viuda, sus hijos, madre, familia, amigos así como a todo el Pueblo de Grazalema y los grazalemeños.

Recibid todos un abrazo con sabor a eternidad,

Jesús Rodríguez Arias 


raicesdegrazalema.wordpress.com


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Calle de las Piedras. Antigua calle Empedrada o del Santo Cristo.
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Fue quizás a finales de los años noventa, navegando en una red que acaba de nacer, cuando tropecé con este artículo. De inmediato trajo a mi memoria imágenes, sabores y aromas de mi infancia, olvidados desde hacía años. Procedí apresuradamente a guardarlo, sin observar la prudencia de guardar el nombre de su autor. Desde entonces lo he saboreado en varias ocasiones cuando la melancolía me impulsa a recordar las  caras de quienes ya no están y que me sonrieron durante mi infancia o cuando necesito una vez mas  saborear los polos de gaseosa de la bodega o disfrutar con los recortables de Manolita.

Gracias desconocido paisano por los buenos recuerdos que me trasmitiste y perdón por mi atrevimiento al publicarlo sin tu consentimiento.

Nota: Tras la publicación de esta entrada he podido averiguar que el citado texto corresponde a la elegante pluma de nuestro paisano Cándido Gutiérrez Nieto.



Recuerdos de la Calle de Las Piedras


Cándido Gutiérrez Nieto

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Las calles de Grazalema preparan a los paisanos/as de forma especialmente atlética. Los vecinos que viven en la parte de arriba del pueblo transitan por algunas de ellas de forma casi obligada y espontánea camino de la plaza (de la Alameda). Hoy, recordando las inundaciones de muchas casas en los otoños e inviernos lluviosos de los años 60-70 y ese camino que hice miles de veces me he parado a recordar a los vecinos de la calle Las Piedras. Sólo nombrarlos resulta largo; cuánto más recordar las miles de anécdotas de cualquier calle que pudimos vivir los chiquillos y jóvenes de entonces.

Además de esta calle, en mis recuerdos también están, y algún día me gustaría hablar de ellas, la Puentezuela, la calle Nueva, los Corrales, la calle Arcos, el Montón, … en fin. Con este recuerdo, sé que muchos quedarán indiferentes porque no conocieron a casi nadie de los que nombro. Pero también sé que a otros muchos/as sus nombres les traerán recuerdos y estimulará la nostalgia de aquellas personas sencillas que nos ayudaron a construir la personalidad de grazalemeños/as que hoy nos identifica.

¡Va por la memoria de nuestros antepasados y por la riqueza de aquellas presencias que ayudaron a nuestros padres a enseñarnos a andar por la vida!


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La calle de las Piedras, aunque no es la única, tiene para mí el sabor de un patio de vecinos próximos. El pórtico de esta vía urbana tuvo en mi infancia un pie en la Caja de Ahorros, entre cartillas y alcancías de hierro para ahorrar peseta a peseta; y el otro pie en la casa de Vicente el Malagueño, antigua escuela unitaria de portada exquisita de bellas pilastras encaladas mil veces; frente a la escuela de niñas del Monte. Y más aún el primer paso en esta calle o el último de la plaza de la Alameda se daba en el Bar de Martín, viendo sonriente a Isabelita y a muchos clientes entre los que nunca faltaba Antonio Diánez, entre el olor a pinchitos morunos, la televisión en horario infantil de Félix el Gato y el partido de liga entre cartuchos de pipa de tardes de domingos. Y desde aquí se ascendía en un carrusel de caras, presencias y anécdotas encontradas. El cine de invierno de Marianito. Y el Francés y sus hijos en el mesón y en la tienda. Manolita vendiendo dicharachera y simpática las revistas de moda, el colorido papel de celofán, las figuritas de barro del portal del belén y las colecciones de estampitas y recortables. El ayuntamiento viejo, en el que aún resuenan los ensayos de coros y danzas y el tanguillo lejano de los duros antiguos. La casa de la Torrecilla, con su familia en el verano y el zalamero y bueno de Paco, amigo de los hombres del campo y de todo el pueblo. Y la casa de Juanito Miguel, su mujer y su hijo y el practicante León y Maruja y sus hijos y sus perros y gatos. Y el almacén de cervezas de los hijos de Mario y la caseta de feria de los Campuzano. Y en la Casa de la Zorrita, la solitaria Josefa y su bondad de mujer buena, con su perra loba y las alubias en paquetes de a cuarto y el añejo para el puchero. La casa de los Moroneros y el soniquete de su piano de palacio que Dolores la telefonista tocaba algunas mañanas del verano. El garaje del Taxi de Antonio el Feo y el olor a jabón verde cuando lavaba aquel coche que parecía sacado de una película de gansters. La tienda de Blas, la tienda de Abajo, de cuartos de pollo, del cuarto de kilo de garbanzos remojados, de olores y colores de las pinturas Bruguer y la reja-escaparate de los muebles de formica y los sofás de escay.

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La pensión de las Cayetanas, Dña. Pepa y Dña. Cayetana y las visitas embajadora y solemne de D. Juan de la Rosa. La pensión, lugar de hospedaje de veraneantes de la ciudad, aposento veraniego de funcionarios y estancia invernal de maestras, señoritas de las escuelas del pueblo. La plaza de Abastos entre la fuente de acceso y las retahilas de cacería con hurones y cotos, de presas y vedas de la peña de cazadores, donde omnipresente estaba Juan Lara, monumental homenaje al hombre bueno entre vasitos de vino y papelones de queso, jamón o bacalao salado. Y los puestos de la Plaza y Juan el municipal, y los vendedores venidos de Ventas Nuevas: Currillo y su prole traída al mundo con vocación de hacerlo uno por año, y su enérgico y directo trato. Frasquita su prima y su competencia permanente. José el pescadero y el milagro del pescado fresco en este lugar de la sierra. Y los puestos de los labradores de la Ribera: Amalia y las azofaifas del verano y Ana María y los tomates y pimientos que parecían sacadas de las estampas de los almanaques con las que las tiendas de Blas y Soto y Pedro García inundaban cada año nuevo las cocinas de todas las casas del pueblo. La carne de chivo de Placidín y de los becerros traídos con maroma de ensayo del Lunes del Toro camino del matadero.

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1994C

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Los churros de Naranjito “señor” de los camareros de la peña el Búcaro de la feria de Sevilla. Los vendedores ambulantes de macetas, melones, sandías, zapatillas y telas de estampados y turrones de feria. La bodeguita de Paco y el cuartillo de vino, la eterna pizarra de apuntes de tiza, los polos de gasesosa de Conchita, el patio de cervezas de a litro y atramuces y el lagar pisando en los septiembres de vuelta al colegio. La familia de Rafael Campuzano y los goles de Falín. La carpintería de Pepe e Isabelita y Pepe silencioso sentado en el escalón de su casa. Y la casa de los Fuentes emigrados a Francia; siempre cerrada y siempre esperando. La casa de Sebastián Vázquez, la señorita Virtudes y sus hijos; su casa enorme de grandes salones con oficina y despacho. Las cuadras de caballos y el caballo tordo de José Ignacio. El esquilado de ovejas y la reunión de pastores y el marcado y desinfectado de las ovejas en la piscina de zotal. La herrería de Fernando Heredia y su fragua y el encanto de los cachivaches que hacían las delicias de la imaginación de los niños y la fantasía de que en el fondo de aquella cueva de hierros se escondía el Tío Paturrón. Y María la Isabelona y sus hijos de personalidad extraordinaria y los exquisitos guisos de María en el comedor de la escuela de la calle Arriba cuyo olor nos levantaban los estómagos a primera hora de la mañana a todos los niños de la escuela.

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Y Andresito el guarda y su hijo Paco dependiente de la farmacia de Clotet. Y Ramón, cargando en su motito su bandeja de camarero en su funda de tela, camino de las ferias de los pueblos. E Isabelita Guerrero, y su recuerdo de señorita y de su fábrica de chocolate y la imagen del torero que venía a vestirse de corto antes de la corrida de Agosto. La zapatería de los Heredia y sus hijos que marcharon a Sevilla; casa señorial del catedrático de derecho de Sevilla. La familia de Carmelita (su madre Josefa y sus sobrinas que venían de Alemania) y Diego el carpintero.

La casa de Dña Paquita, casa urbana y hermosa en aquel rellano de la empinada cuesta. Y José e Isabel, y sus dos hijos o el equilibrio de vivir en una casa vertical con la anchura de una puerta y un hueco de ventana. Y Fernando y Juana y sus hijos y el recuerdo de la saga grazalemeña de los albañiles antiguos. La casa de Pepe y sus caballos y su traslado a Sevilla y la amistad con sus hijos y José Antonio, amigo de siempre. Y el estanco y peluquería de Pedro (y Josefa) y su afición a la mecánica en su seiscientos inmaculado más nuevo que recién comprado, y la trompeta de Manolo, su hijo. Y después sus primos y tíos, Alonso y Leonor y todos sus hijos tan cerca por el afecto de los buenos vecinos. Y las casas de los guardias civiles (Ríos, Aguilar y Molina) y sus hijas y los primeros juegos en el Montón. Y el cuartel de la Guardia Civil, y las bicicletas para el servicio colgadas en su techo y luego las motos Derbi de 50 cc.; y el cabo Miguel y el perro pastor alemán que guardaba la esquina. Y la tienda de Blas y de Aurora, antiguo cafelillo y luego colmado de ultramarinos, bazar y tienda de todo, con Juanito de dependiente y las ventas con puntos de colores, donde no cabía un alfiler; completamente llena hasta los techos; y su escaparate expectante de niños en las vísperas de los Reyes Magos. Y la peluquería de Caballero e Isabelita, de paredes forradas de papel de periódico, con sus canarios tomando el sol en las esquinas; y los vasitos de vino y el despacho de Caseras de colores (con su original tapón y los cascos de recambio) traídas desde una calle más abajo del almacén de Bernal el cartero. Y el bueno de Domingo, el nuevo peluquero, y sus añoranzas del Dornajo y una infancia de fatigas y trabajo.

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