Llego a casa con los nervios deshechos. He oído que una muchedumbre de ultras ha asediado un congreso de Podemos en Zaragoza, dejándolos incomunicados. España parece estar regresando a los años 30 a velocidad de vértigo. Al ver las imágenes, casi me caigo de espaldas. De risa.
La muchedumbre de neonazis fue unas decenas de ciudadanos con banderas españolas cantando "Soy español, español, español…" y bailando, incluso, unas jotas. Se sabe que hay algunos que reaccionan como la niña del exorcista al agua bendita cuando ven los colores de la bandera, pero conviene no exagerar tanto, que nos va a dar un ataque.
Con todo, como no me tienen aquí para reírme ni para contar mis achaques de los nervios, hagamos un análisis. Existe una llamativa desproporción del nivel de escándalo que producen unos hechos si vienen de la derecha o de la izquierda, en cuyo caso se toleran o, mejor dicho, se aplauden. Ya lo vimos con la bandera de Padilla, que provocó un escándalo nacional y que puede que le cueste al torero su calle en Jerez. En cambio, con las banderas republicanas, independentistas y comunistas no pasa nada. La última así ha sido la de Zaragoza. Los reyes del escrache, sus defensores en la teoría y en la práctica, amedrentados y pidiendo policías, identificaciones y detenciones por unos grititos. No hacía falta un sonómetro para ver la diferencia de decibelios entre el escrache a Rosa Diez en la Universidad y lo de Zaragoza. Pero los promotores de Rodea al Congreso se sentían intolerablemente rodeados.
Tanta falta de simetría es una buena noticia, si uno le da una vuelta a Voltaire. El agudo francés decía: "Para saber quién gobierna sobre ti, simplemente encuentra a quien no estás autorizado a criticar". Visto del revés, también vale: veamos qué banderas y qué ideas escandalizan que se defiendan y concluiremos que son aquellas que necesitan que se defiendan.
Las ventajas son de fondo y de forma. Igual que el periodismo consiste en publicar lo que alguien no quiere que se publique, la política consiste en defender justamente lo que nadie quiere que se defienda.
En la forma, en nuestra sociedad mediática, la capacidad de escándalo es el sinónimo de la capacidad de impacto. Quien la tiene, consigue más eco para sus posiciones, siempre que pierda el complejo de que le insulten por eso. Por cierto, el insulto, según de quién, es un elogio dado la vuelta, como lo de Voltaire.
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