Me entró el nervio de publicar el artículo que había escrito para hoy. ¡Para una vez que ponía (por su intervención en Cataluña) por las nubes a Rajoy! Ya tenía escrita una loa entusiasta, y enviada al periódico. Por fin quedaría estupendamente con esas amigas de mi madre que tanto me afean que critique al presidente… Pero temía que no tardase en fastidiarla. Las horas pasaban lentamente. Y no ha podido ser, porque enseguida el Gobierno ha empezado a lanzar mensajes de que hay que negociar con los nacionalistas y que darles algo. Y, por supuesto, nada de recuperar las competencias de educación o de revertir la situación de fondo. He tenido que llamar a Cierre a toda prisa y decir -incordiando- que mandaba otro artículo.
El pactismo, aunque es un clásico de la política española contemporánea, donde los votos de los nacionalistas valen su peso en oro, se inscribe en una dinámica humana mucho más vasta. La de premiar al malo. Para que no te la líe o para posar de dialogante. En las empresas con frecuencia se carga todo el peso sobre los eficaces y dispuestos, porque son los que no discuten y sacan adelante las gestiones encomendadas. El torpe o el retorcido, a base de complicar mucho lo que se le pide, termina viviendo en un limbo anómalo de vagancia tolerada. A corto plazo, los trabajadores buenos sacan adelante todas las gestiones; pero a medio plazo caen en la cuenta de que no trae cuenta ser solícito y responsable y o se queman o imitan a los resistentes. Es una experiencia universal, contra la que ha de luchar todo jefe responsable.
En la política española, esa tendencia se exacerba y tiene efectos devastadores. Como se premian las actitudes insumisas, ilegales y frentistas, éstas se multiplican. Se alimenta el extremismo a base de apaciguamientos. El electorado, al que siempre le gusta ganar, se apunta a la actitud matonesca, que es la que renta. Los leales se desfondan. Y en otras regiones de España, que no son tontas, ven lo bien que les va a los que van por libre, y cunde el (mal) ejemplo.
Parece que son motivos prácticos de sobra, además del jurídico de que las leyes están para cumplirse y no para apostar contra ellas y ganar; y además del moral de que hay una dignidad mínima de la nación española que exige un respeto. Basta con los motivos prácticos para que el Gobierno y la oposición no caigan en su tentación consuetudinaria de la concesión. Pero caerán.
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