Prefiero quedarme corto con el trago largo, pero a veces no queda más remedio que extenderse, como esta tarde. En esas ocasiones bebo whisky que, al menos, envejeció en botas de jerez, como lo he ido haciendo yo. Prefiero evitarlo, sin embargo. El amigo escocés me ha dejado una tarde inservible en la que no puedo escribir de nada serio. Abandonémonos en los brazos de la nostalgia y añoremos la bebida nuestra de cada día, cuando la vida social no entra como un elefante en una cacharrería.
Lo primero que bebo cada mañana son dos cafés. Uno y dos. Después ya puedo charlar. Un tío bisabuelo mío sólo escribió un poema en su vida y fue al café: "Hazme promesa formal/ de no faltarme en la vida/, pues eres una bebida/ para mí fundamental". En la preadolescencia leí una novela en la que, por conseguir un café de verdad, los protagonistas arriesgaban sus vidas cruzando al bando enemigo. Me pareció inverosímil. Qué joven era.
A media mañana me tomo el tercer café. Como soy funcionario, puede parecer una cosa consuetudinaria. Como soy funcionario, es para no perder la tensión del trabajo de la mañana. Y a menudo le echo un hielo para no tener que esperar a que se enfríe. No lo digo por presumir, ojo, sino por defender al cuerpo.
Al mediodía, mientras espero que mi mujer vuelva del trabajo, me tomo una copa o dos del vino que ella hace (con cuatrocientos y pico compañeros, pero eso para mí no es tan relevante). Cualidades del vino aparte, le veo al gesto una sensualidad conyugal y profética que me predispone. Cuando llega, la recibo con los brazos abiertos.
En la comida bebo agua. Que me encanta. Tan fresquita. El agua está infravalorada.
Después de comer me tomo otro café y corriendo me echo la siesta, para que la cafeína haga su efecto justo cuando emerja de la cabezada. Quizá vuelvo a beber agua a lo largo de la tarde y, sin duda, durante la cena. Después de cenar me tomo una infusión con la esperanza de que contrarreste la cafeína del día. No lo consigue. Acabo acostándome un poco tarde, lo que hará más necesarios los dos cafés del alba y lo que me permite leer un rato. En el examen de conciencia, me lamento de no haber encontrado aún el momento de tomar un chocolate caliente, ay, con lo español y dieciochesco que sería. Para el té tampoco, pero mi anglofilia no es fanática. Y así pasan mis horas y mis sorbos, tan sincronizados que a veces me siento una clepsidra andante.
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