La Semana Santa carente de urbanidad se adentra en sus horas de mayor relumbrón, donde se magnifica desde lo hondo hasta lo accesorio.
Texto: Carlos Navarro Antolín / Vídeos: Ainhoa Ulla | Actualizado 17.04.2014 - 07:01
El miércoles empieza entrada la noche en los Jardines de Murillo, donde para muchos se obtiene pedigrí si se ve la Candelaria. Es como lo del andén del Ayuntamiento al paso del Museo, la Buena Muerte en el Postigo o el Silencio por Francos. Recomendaciones de lugares míticos de los comentaristas de la Semanas Santas de los años 80 que perduran en el imaginario colectivo. Pasear por esos jardines minutos antes de la llegada de la cruz de guía de la cofradía de San Nicolás a la esquina del Oriza invita a la reflexión sobre el tipo de público que lleva horas aguardando el paso de la cofradía. ¿Por qué están? ¿Qué buscan? Y como la canción de Perales: ¿A qué dedican el tiempo libre... mientras llega la cofradía? Los jardines quedan en un estado de conservación lamentable. Los vendedores ambulantes son la melodía de la espera. El suelo es una alfrombra de pipas, aunque eso no es una novedad. Observen la carga de los camiones de Lipasam que se sitúan tras los últimos pasos y comprobarán qué tipo de desechos llevan recogidos. En esos camiones van las postrimetrías de la Semana Santa, como apunta con finura para no herir el periodista Diego J. Geniz.
Desde el domingo apuntamos a la degradación de los hábitos del público. Los tres primeros días no han hecho más que corroborar la chabacanización de la fiesta, en la que los extremos se separan aún más: una gran masa que come pipas, sedente en soportes de Quidiello, de chinos o en bordillos de granito, y tres tipos de minorías. Una minoría oficialista de riguroso azul oscuro, que en no pocos casos usa su condición para cangrejear delante de los pasos; una segunda subminoría que se vale del clergyman para sortear a los guardias civiles que van abriendo hueco a las cofradías y una tercera que pasa desapercibida, silente y que es representada en muchas ocasiones por cofrades que disfrutan en soledad de las tardes y noches de Semana Santa, alejados de camarillas, de las presidencias y de los escaparates. Esa gran masa -no nos engañemos- estaba en los preciosos jardines a la espera del hermoso Nazareno de la Salud. Hemos pasado de las fotografías en blanco y negro de bulla de sombreros a la bulla en color que rumia pipas con la banda sonora de los motores de los puestos de venta ambulante de hamburguesas. Una bulla que se crispa, que se molesta si les pide amablemente paso, que no respeta al nazareno solitario de regreso, que no aparta ni el cigarro encendido cuando a su vera cruza un penitente o un carro de bebé y que se simboliza en el puñetazo de la ojiva de San Esteban, donde se representa la crispación de la calle y la cada vez más difícil convivencia entre los extremos que comentamos.
Salida de San Bernardo
El miércoles tuvo el encanto de la transición tranquila hacia unos días de relumbrón donde se concentra lo mejor y lo peor de la Semana Santa. El mejor miércoles viene para muchos del arrabal de San Bernardo, una de las cofradías con más sabor de la Semana Santa, con el crucificado más fotogénico, con un cortejo que serpentea desde el puente hasta la Alfalfa, precioso cinturón de la Judería, una marea negra y morada que se echa morir en el Salvador, que va llenando las calles de familiares a la búsqueda de pequeños nazarenos, de golpes de palermo para sacar a los nazarenos del sopor de la tarde, que va dejando llenas las tabernas... San Bernardo es una cofradía idónea para enseñarle al de fuera qué es una cofradía sevillana. La cofradía perfecta para hacer la transición de la Semana Santa de los días laborables a la que conduce a la de los días de mayor autenticidad y, también, de eco multiplicado por las líneas de AVE, cuando la alta velocidad nunca ha casado bien con las cofradías.
Este año hasta el tío del carro iba de traje y corbata. Los tíos del carro son imprescindibles en la Semana Santa, pero la oficialidad cofradiera les impide el paso por la zona noble de la carrera oficial como si tuvieran algo contagioso. Ríanse ustedes de esa nobleza si recorren la carrera oficial a la una de la madrugada y contemplan el estiercol que ha dejado el público de pago -ojo, de pago- en su amada ciudad de Sevilla.
El Buen Fin por San Lorenzo
El Cristo de la Sed entra en la Catedral. La Avenida presenta una calma absoluta. En los bares hay sitio sobrado. La única cola es la de los urinarios. Debe ser verdad que la carrera oficial no es una ventaja para los negocios de hostelería que están en ella. Se tienen que nutrir del público sedente, más aficionado a los bocadillos procedentes de casa que a las viandas preparadas en el acto. Y a estos bares se les proporciona un número limitado de pases para sus clientes habituales, un máximo de 150 para toda una semana. Con eso han de sobrevivir las tardes de Semana Santa. El Cristo de la Sed se va y hay quien improvisa una tertulia sobre la evolución artística de Luis Álvarez Duarte. San Bernardo se aleja por Madre de Dios mientras el Baratillo se lleva al gran público por Reyes Católicos, claveles rojos para la Piedad este año.
Cae la noche con la amenaza de esos puntos negros donde las postrimerías no las recoge precisamente Lipasam. Hay quien atribuye la crispación de este año a la coincidencia de la Semana Santacon los días de calor. Cuesta trabajo pensar que unos jardines o una plaza presente tras pasar una cofradía -solo una- el mismo estado que el recinto donde se ha celebrado la fiesta de la primavera. El mismo. Si la basura es una de las mejores fuentes de información sobre la intimidad de una casa, mejor que a nadie de las cadenas de televisión de Madrid se le ocurra meter las cámaras en ciertas calles emblemáticas de la ciudad una de estas noches. Las rasgaduras de vestiduras por aquellas imágenes de los nazarenos con las gafas por fuera del antifaz se tornarían en un silencio sonrojante y vergonzoso. Algunos son capaces de montar una cruzada por una instántanea sin mayor importancia, por unos retrasos horarios nimios que solo interesan a un grupo de desocupados, pero ni pío por la suciedad y los malos olores que marcan cada vez más la Semana Santa. La Semana Santa no es un palquillo, ni un acto de consumismo en una silla, ni una fiesta para parásitos roedores de pipas, ni para pretenciosos de copa de balón en los balcones. La Semana Santa no es un espectáculo, se ha espectacularizado, que no es lo mismo. Ha llegado hasta hoy precisamente por no serlo, pues sólo lo que tiene raíces hondas en valores firmes se mantiene a pesar de turbamultas, puñetazos e iniciativas disparatadas de la autoridad eclesiástica. La mejor Semana Santa está en el arrabal de San Bernardo, en la Piedad del Baratillo o en el regreso intimista del Cristo de Burgos con saeta desgarradora en Sales y Ferré, a pesar de los siseos, a pesar del público sombrillero que clava la sillas con anhelos de propiedad en el trozo de pavimento y niega cualquier servidumbre de paso. Siempre estará San Bernardo, su puente y su Virgen artillera para conducirnos entre olores de dama de noche a la Semana Santa de los días más clásicos.
Las Siete Palabras por Puerta Real.
Desde el domingo apuntamos a la degradación de los hábitos del público. Los tres primeros días no han hecho más que corroborar la chabacanización de la fiesta, en la que los extremos se separan aún más: una gran masa que come pipas, sedente en soportes de Quidiello, de chinos o en bordillos de granito, y tres tipos de minorías. Una minoría oficialista de riguroso azul oscuro, que en no pocos casos usa su condición para cangrejear delante de los pasos; una segunda subminoría que se vale del clergyman para sortear a los guardias civiles que van abriendo hueco a las cofradías y una tercera que pasa desapercibida, silente y que es representada en muchas ocasiones por cofrades que disfrutan en soledad de las tardes y noches de Semana Santa, alejados de camarillas, de las presidencias y de los escaparates. Esa gran masa -no nos engañemos- estaba en los preciosos jardines a la espera del hermoso Nazareno de la Salud. Hemos pasado de las fotografías en blanco y negro de bulla de sombreros a la bulla en color que rumia pipas con la banda sonora de los motores de los puestos de venta ambulante de hamburguesas. Una bulla que se crispa, que se molesta si les pide amablemente paso, que no respeta al nazareno solitario de regreso, que no aparta ni el cigarro encendido cuando a su vera cruza un penitente o un carro de bebé y que se simboliza en el puñetazo de la ojiva de San Esteban, donde se representa la crispación de la calle y la cada vez más difícil convivencia entre los extremos que comentamos.
Salida de San Bernardo
El miércoles tuvo el encanto de la transición tranquila hacia unos días de relumbrón donde se concentra lo mejor y lo peor de la Semana Santa. El mejor miércoles viene para muchos del arrabal de San Bernardo, una de las cofradías con más sabor de la Semana Santa, con el crucificado más fotogénico, con un cortejo que serpentea desde el puente hasta la Alfalfa, precioso cinturón de la Judería, una marea negra y morada que se echa morir en el Salvador, que va llenando las calles de familiares a la búsqueda de pequeños nazarenos, de golpes de palermo para sacar a los nazarenos del sopor de la tarde, que va dejando llenas las tabernas... San Bernardo es una cofradía idónea para enseñarle al de fuera qué es una cofradía sevillana. La cofradía perfecta para hacer la transición de la Semana Santa de los días laborables a la que conduce a la de los días de mayor autenticidad y, también, de eco multiplicado por las líneas de AVE, cuando la alta velocidad nunca ha casado bien con las cofradías.
Este año hasta el tío del carro iba de traje y corbata. Los tíos del carro son imprescindibles en la Semana Santa, pero la oficialidad cofradiera les impide el paso por la zona noble de la carrera oficial como si tuvieran algo contagioso. Ríanse ustedes de esa nobleza si recorren la carrera oficial a la una de la madrugada y contemplan el estiercol que ha dejado el público de pago -ojo, de pago- en su amada ciudad de Sevilla.
El Buen Fin por San Lorenzo
El Cristo de la Sed entra en la Catedral. La Avenida presenta una calma absoluta. En los bares hay sitio sobrado. La única cola es la de los urinarios. Debe ser verdad que la carrera oficial no es una ventaja para los negocios de hostelería que están en ella. Se tienen que nutrir del público sedente, más aficionado a los bocadillos procedentes de casa que a las viandas preparadas en el acto. Y a estos bares se les proporciona un número limitado de pases para sus clientes habituales, un máximo de 150 para toda una semana. Con eso han de sobrevivir las tardes de Semana Santa. El Cristo de la Sed se va y hay quien improvisa una tertulia sobre la evolución artística de Luis Álvarez Duarte. San Bernardo se aleja por Madre de Dios mientras el Baratillo se lleva al gran público por Reyes Católicos, claveles rojos para la Piedad este año.
Cae la noche con la amenaza de esos puntos negros donde las postrimerías no las recoge precisamente Lipasam. Hay quien atribuye la crispación de este año a la coincidencia de la Semana Santacon los días de calor. Cuesta trabajo pensar que unos jardines o una plaza presente tras pasar una cofradía -solo una- el mismo estado que el recinto donde se ha celebrado la fiesta de la primavera. El mismo. Si la basura es una de las mejores fuentes de información sobre la intimidad de una casa, mejor que a nadie de las cadenas de televisión de Madrid se le ocurra meter las cámaras en ciertas calles emblemáticas de la ciudad una de estas noches. Las rasgaduras de vestiduras por aquellas imágenes de los nazarenos con las gafas por fuera del antifaz se tornarían en un silencio sonrojante y vergonzoso. Algunos son capaces de montar una cruzada por una instántanea sin mayor importancia, por unos retrasos horarios nimios que solo interesan a un grupo de desocupados, pero ni pío por la suciedad y los malos olores que marcan cada vez más la Semana Santa. La Semana Santa no es un palquillo, ni un acto de consumismo en una silla, ni una fiesta para parásitos roedores de pipas, ni para pretenciosos de copa de balón en los balcones. La Semana Santa no es un espectáculo, se ha espectacularizado, que no es lo mismo. Ha llegado hasta hoy precisamente por no serlo, pues sólo lo que tiene raíces hondas en valores firmes se mantiene a pesar de turbamultas, puñetazos e iniciativas disparatadas de la autoridad eclesiástica. La mejor Semana Santa está en el arrabal de San Bernardo, en la Piedad del Baratillo o en el regreso intimista del Cristo de Burgos con saeta desgarradora en Sales y Ferré, a pesar de los siseos, a pesar del público sombrillero que clava la sillas con anhelos de propiedad en el trozo de pavimento y niega cualquier servidumbre de paso. Siempre estará San Bernardo, su puente y su Virgen artillera para conducirnos entre olores de dama de noche a la Semana Santa de los días más clásicos.
Las Siete Palabras por Puerta Real.
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