Envío
Penitencia en el otoño
rafael / sánchez Saus | Actualizado 17.04.2014 - 01:00
CUANDO los sesenta empiezan a asomar en el horizonte, la estación de penitencia de un nazareno de los del común, de los que no se ven urgidos a salir por circunstancias de cargo o responsabilidad en la cofradía, va cobrando matices que la diferencian mucho en motivaciones y efectos de las de juventud. A esa edad queda muy atrás el tiempo en que la salida puede ser vivida como una especie de pugilato con uno mismo, una pequeña ordalía que uno sabe de antemano que tiene ganada porque las fuerzas sobran. A los cincuenta y muchos es ya raro el que no sufre una gotera que podría dar motivos sobrados para dejar pasar la ocasión y el modesto cáliz de la penitencia. Hay, pues, que empezar el rito con una conversión en frío, muchos días antes de vestir la túnica, y las tentaciones de abandono crecen conforme se acercan día y hora con los pretextos imaginables: la molestia o el dolor que oportunamente resurgen, el trancazo intempestivo que nos lo pone tan fácil… Todo parece bueno para alimentar las dudas, pero algo, tal vez alguien, nos ayuda a dar el último paso.
Ya en la calle, soledad en medio de la multitud bulliciosa, una sombra de negro ruan que pasa y nadie retiene. ¡Cómo nos ha ido cambiando la mirada de las cosas y las gentes el sólo correr de los años! Hoy, como ayer, es un privilegio ver sin ser visto durante unas horas, verlo todo como seguramente podrán verlo los ángeles si detrás del antifaz la oración hace posible la pureza de los ojos y del corazón. Pero la edad refina lo que percibimos en nuestro alrededor, y hay algo muy importante: ahora vamos muy cerca del paso y podemos sentir el efecto transformador sobre todo tipo de personas de Cristo que viene. Él siempre lo cambia todo.
El regreso no se ha hecho tan duro como lo habían imaginado los miedos de la víspera. Cuando nos preguntan con cierta preocupación cómo estamos, casi nos avergonzamos ahora de tantas dudas y temores cuaresmales. Íbamos preparados a entonar las Lamentaciones, pero es Isaías quien nos pone en los labios un canto de alabanza: "El Señor fortalece al cansado, da energías al que desfallece… Los que esperan en el Señor verán sus fuerzas renovadas: les salen alas de águila, corren y no se fatigan, caminan y no se cansan". Recordádmelo, amigos, el año que viene cuando la pereza empiece de nuevo a revestirse de prudencia.
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