Estos días, las miradas de muchos están puestas en Roma: a ver qué pasa, a ver qué rumores nuevos, a ver qué cosas tienen que hacer o decir los cardenales, a ver qué nombres se dicen. Está muy bien todo ello. Es signo de que, a pesar de lo que se diga, la Iglesia importa, al menos hay curiosidad por ella: señal de que no está tan lejana como a veces se piensa. Lo cierto es que vivimos momentos cruciales. Sin duda, son muchas las realidades, grandes las necesidades y abundantes los problemas que reclaman la solicitud atenta de la Iglesia. Pero en este momento actual de la historia, el más hondo, vasto y auténtico problema es que «Dios desaparece del horizonte de los hombres y con el apagarse de la luz que proviene de Dios, la humanidad se ve afectada por la falta de orientación, cuyos efectos destructivos son cada vez más manifiestos» (Benedicto XVI). Se palpan innumerables signos de cómo hoy nuestro mundo se está alejando de Dios y vive como si Dios no existiese, aunque Dios no se aleje de él e, incluso, hasta tal vez esté aún más cercano porque necesita más de su misericordia.
Podríamos enumerar múltiples realidades y situaciones en las que hoy se está jugando la suerte del hombre y su futuro; no es difícil señalarlas. Detrás de muchas de ellas, sin duda graves, se encuentra el olvido de Dios, la ausencia de Dios, el caminar en dirección opuesta a Él y a su voluntad. No faltan incluso, por desgracia para la humanidad, proyectos sociales, globales, para los que Dios debería desaparecer de la esfera social y de la conciencia de los hombres, o reducirlo a la esfera privada. Buena parte de este olvido de Dios lo refleja el laicismo sociológico reinante, al menos, en Occidente y con tendencia a extenderse al resto del mundo, en el que Dios no cuenta y conduce a vivir como si Dios no existiera; no faltan tampoco quienes consideran que la afirmación de Dios, de Dios único, es fuente de división, exclusión y enfrentamiento. Este olvido de Dios se manifiesta asimismo en una amplia y honda secularización de nuestro mundo, y también en la secularización interna de la Iglesia —la más grave–, o en la apostasía silenciosa de Europa, o la falta de esperanza, sobre todo entre sectores jóvenes.
Todo ello refleja la pérdida o debilidad del sentido de Dios, la fragilidad con que se vive la experiencia de Dios y la debilidad para vivir la dimensión pública de la fe. En todo ello está la clave de lo que nos sucede: esto conduce a la destrucción del hombre y aboca a una humanidad sin futuro. Lo que está en juego, como consecuencia de esto, es el hombre.
Por eso «la prioridad que está por encima de todas es hacer presente a Dios en este mundo y abrir a los hombres el acceso a Dios. No a un dios cualquiera, sino al Dios que habló en el Sinaí, al Dios cuyo rostro reconocemos en el amor llevado hasta el extremo, en Jesucristo crucificado y resucitado. Conducir a los hombres hacia Dios, hacia el Dios revelado en la Biblia, el que hemos visto y palpado en el rostro humano, en la humanidad de su Hijo único, ésta es la prioridad suprema y fundamental de la Iglesia y del Sucesor de Pedro en este tiempo» (Benedicto XVI).
Ahí radica tanto el impulso urgente y decidido de una nueva evangelización para la transmisión de la fe, como poner en el centro y en la base de la Iglesia y de su actuación la Palabra de Dios y la Liturgia: la Eucaristía, la oración y la adoración. Pocos hablan de liturgia en el centro del futuro de la Iglesia y del servicio de ésta a la humanidad. ¡Y depende tanto de ella! Mucho, en efecto depende de recuperar y vivir la liturgia, sobre todo la Eucaristía, en lo más nuclear de la Iglesia.
Urge reavivar por doquier el verdadero sentido de la liturgia, profundizar y difundir la verdadera renovación litúrgica querida por el Vaticano II apremia reavivar en las conciencias la necesidad imperiosa de la Liturgia, si queremos una Iglesia con vida, santa en sus miembros, con capacidad evangelizadora. Si queremos una Iglesia conforme pide «Gaudium et Spes», es preciso poner en la base «Sacrosanctum Concilium», como hizo el Concilio Vaticano II. Es necesario dar un nuevo impulso a lo que constituye lo más genuino de la renovación litúrgica conciliar, darlo a conocer, interiorizarlo y aplicarlo fielmente, impulsar un gran movimiento de formación litúrgica, para celebrar bien y para participar adecuadamente en la celebración.
En todo caso, en estos momentos cruciales, nos vendría muy bien recordar aquellas palabras de la Carta a los Hebreos: «Corramos en la carrera que nos toca, sin retirarnos, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe: Jesús, que, renunciando al gozo inmediato, soportó la cruz, sin miedo a la ignominia ... y no os canséis ni perdáis el ánimo» (Heb 12,1-3). No nos cansemos de dar razón de nuestra esperanza, que es Cristo, «que tiene palabras de Vida eterna» (Jn 6,68).
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