Hoy escribo de tenis. El jugador checo Tomas Berdych le ha negado la mano al español Nicolás Almagro al término del partido en el que Berdych triunfó y Almagro fue derrotado. La excusa para no estrechar la mano del español es una jugada concreta. Berdych intenta en la red una dejada que le sale rana y Almagro, con toda la pista libre, le arrea un bolazo al checo en el brazo. De no escudarse con el brazo, la bola habría impactado en la cabeza de Berdych. Cuando Almagro, derrotado, acude a la red a saludar y felicitar a su contrincante, éste le hace señas para que no se acerque. Y el público australiano de Merlbourne le dedica al checo una pitada y al español una ovación consoladora. Ahora, al checo, le espera Rafael Nadal.
El tenis es un deporte anclado a las normas de la cortesía. Es cierto que los tenistas de hoy están mucho peor educados que los de ayer. Y son más antipáticos. En la cancha, el español Almagro no es más simpático que el checo Berdych. Para mí, que la exigencia del tenis de hoy convierte a los tenistas de la élite en unos seres entristecidos, torturados y enfadados desde que salen a la pista.
Nadal sonríe poco, pero nunca pierde la buena educación. Y Federer, el maestro, aparentemente educado, es un cínico. El que manda en el cotarro, Djokovic, es el único que se permite escapar de la tristeza, y de cuando en cuando se permite protagonizar alguna gansada que siempre se agradece. Y Murray, el escocés, es un señor. Del resto de los españoles me quedo con Feliciano. Almagro es muy antipático vestido de corto y Verdasco un tenista con muchas facultades y clase empeñado en vencerse a sí mismo. Lo malo es que lo consigue con excesiva frecuencia.
No dar la mano al rival al término de un partido, en el tenis, es una grosería imperdonable. Bolazos malintencionados se han dado siempre, pero al final, el saludo y la felicitación son parte obligadas del rito. La noticia de este Abierto de Australia, uno de los cuatro grandes de la temporada, es que un tenista se ha negado a estrechar la mano a otro. Aún más grave. Que el tenista vencedor le ha dejado con la mano tendida al perdedor. Y Berdych, el checo, es el protagonista de la noticia. Pero un fondo de razón tenía para mostrarse tan cabreado. Almagro fue a darle. Un bolazo a ciento ochenta kilómetros a la hora y a pocos metros de distancia desde el golpe hasta el objetivo, es también una desaconsejable acción rebosada de grosería. En sus días poco afortunados, el mejor de todos, el «elegante» Federer podría caer en esa misma tentación. Nadal, Djokovic y Murray no lo harían jamás. He visto y repetido la jugada una decena de veces y el que afirme que Almagro no intentó la agresión, o no sabe de tenis, o no lo ha jugado nunca o está cegado por la parcialidad. Esos bolazos duelen mucho.
En mi juventud, en un campeonato veraniego en San Sebastián, sufrí la misma experiencia que Berdych y me comporte mucho peor que el checo. Fui expulsado de la cancha por el árbitro, un gran señor del tenis, Asís Alonso, hermano del que fuera el primer gran tenista español de principios de siglo, Manuel Alonso. Mi contrincante, Álvaro Álvarez Mon, tenía toda la pista libre y decidió golpear la bola contra mi cuerpo. Me dio en la cara. A Dios gracias pudo esquivar mi raqueta, que lancé contra su cabeza ciego de indignación. Su golpe estaba reglamentado y admitido. El mío, por lógica y decencia, no. Y fui justamente expulsado. No puedo hablar de pitos o aplausos porque nuestro partido no había levantado expectación alguna.
Berdych se comportó muy mal con Almagro. Pero el bolazo de Almagro fue una cabronada.
El tenis es un deporte anclado a las normas de la cortesía. Es cierto que los tenistas de hoy están mucho peor educados que los de ayer. Y son más antipáticos. En la cancha, el español Almagro no es más simpático que el checo Berdych. Para mí, que la exigencia del tenis de hoy convierte a los tenistas de la élite en unos seres entristecidos, torturados y enfadados desde que salen a la pista.
Nadal sonríe poco, pero nunca pierde la buena educación. Y Federer, el maestro, aparentemente educado, es un cínico. El que manda en el cotarro, Djokovic, es el único que se permite escapar de la tristeza, y de cuando en cuando se permite protagonizar alguna gansada que siempre se agradece. Y Murray, el escocés, es un señor. Del resto de los españoles me quedo con Feliciano. Almagro es muy antipático vestido de corto y Verdasco un tenista con muchas facultades y clase empeñado en vencerse a sí mismo. Lo malo es que lo consigue con excesiva frecuencia.
No dar la mano al rival al término de un partido, en el tenis, es una grosería imperdonable. Bolazos malintencionados se han dado siempre, pero al final, el saludo y la felicitación son parte obligadas del rito. La noticia de este Abierto de Australia, uno de los cuatro grandes de la temporada, es que un tenista se ha negado a estrechar la mano a otro. Aún más grave. Que el tenista vencedor le ha dejado con la mano tendida al perdedor. Y Berdych, el checo, es el protagonista de la noticia. Pero un fondo de razón tenía para mostrarse tan cabreado. Almagro fue a darle. Un bolazo a ciento ochenta kilómetros a la hora y a pocos metros de distancia desde el golpe hasta el objetivo, es también una desaconsejable acción rebosada de grosería. En sus días poco afortunados, el mejor de todos, el «elegante» Federer podría caer en esa misma tentación. Nadal, Djokovic y Murray no lo harían jamás. He visto y repetido la jugada una decena de veces y el que afirme que Almagro no intentó la agresión, o no sabe de tenis, o no lo ha jugado nunca o está cegado por la parcialidad. Esos bolazos duelen mucho.
En mi juventud, en un campeonato veraniego en San Sebastián, sufrí la misma experiencia que Berdych y me comporte mucho peor que el checo. Fui expulsado de la cancha por el árbitro, un gran señor del tenis, Asís Alonso, hermano del que fuera el primer gran tenista español de principios de siglo, Manuel Alonso. Mi contrincante, Álvaro Álvarez Mon, tenía toda la pista libre y decidió golpear la bola contra mi cuerpo. Me dio en la cara. A Dios gracias pudo esquivar mi raqueta, que lancé contra su cabeza ciego de indignación. Su golpe estaba reglamentado y admitido. El mío, por lógica y decencia, no. Y fui justamente expulsado. No puedo hablar de pitos o aplausos porque nuestro partido no había levantado expectación alguna.
Berdych se comportó muy mal con Almagro. Pero el bolazo de Almagro fue una cabronada.
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