La semana pasada me refería a lo sustancial de la Iglesia, y afirmaba que es la cuestión de Dios. Pero la cuestión de Dios es inseparable de la cuestión el hombre, camino de la Iglesia. No podemos omitir, por lo demás, que la cuestión del hombre es inseparable de la familia, que pertenece a la verdad del hombre.
«La cuestión de la familia», recordó el Papa Benedicto XVI en su viaje último que realizó a España, «como célula fundamental de la sociedad, es el gran tema de hoy y nos indica hacia donde podemos ir tanto en la edificación de la sociedad como en la unidad entre fe y vida, entre sociedad y religión» (Benedicto XVI, a los periodistas).
Concretaba más aún en Barcelona al señalar que «las condiciones de vida han cambiado mucho y con ellas se ha avanzado enormemente en ámbitos técnicos, sociales y culturales. No podemos contentarnos con esos progresos. Junto a ellos deben estar siempre los morales, como la atención, protección y ayuda a la familia, ya que el amor generoso e indisoluble de un hombre y de una mujer es el marco eficaz y el fundamento de la vida humana en su gestación, en su alumbramiento, en su crecimiento y en su término natural. Sólo donde existen el amor y la fidelidad nace y perdura la verdadera libertad. Por eso, la Iglesia aboga por adecuadas medidas económicas y sociales para que la mujer encuentre en el hogar y en el trabajo su plena realización: para que el hombre y la mujer que contraen matrimonio y forman una familia sean decididamente apoyados por el Estado; para que se defienda la vida de los hijos como sagrada e inviolable desde el momento de su concepción; para que la natalidad sea dignificada, valorada y apoyada jurídica, social y legislativamente. Por eso, la Iglesia se opone a todas las formas de negación de la vida humana y apoya cuanto promueva el orden natural en el ámbito de la institución familiar (Benedicto XVI, en la Basílica de la Sagrada Familia).
Sin el apoyo decidido y total a la familia, no hay apoyo y decidido al hombre, y sin este apoyo no saldremos ni superaremos las crisis que nos afligen y las emergencias que surgen. Esta es respuesta muy básica de la Iglesia a los desafíos del presente. Además, ante la crisis económica, social o política, ante la crisis ecológica, o ante cualquier otra realidad que nos afecta, es preciso tomar decisiones morales, que no pueden ser abordadas sin la cuestión del hombre, de la verdad del hombre y sin esclarecer ni escamotear esta verdad de fondo. No es posible superar las crisis que nos afectan tan fuerte y tan extensamente, ni alcanzarla felicidad infinita que buscamos, sin una conciencia moral nueva y más profunda, universal y válida para todos, donde aparece en primer término la verdad del hombre, su dignidad y su vocación por el hecho de ser hombre.
¿Quién puede lograr que esa conciencia universal penetre también en lo personal? Sólo puede lograrlo una instancia que toque la conciencia, que esté cerca de la persona individual y que no se limite a convocar manifestaciones aparatosas. En tal sentido se dirige aquí el reto a la Iglesia. Ella no sólo tiene una gran responsabilidad, sino que, diría yo, es a menudo la única esperanza. Pues ella está tan cerca de la conciencia de muchos seres humanos que puede moverlos a determinadas renuncias e imprimir actitudes fundamentales en las almas. A su manera, las comunidades religiosas, la Iglesia puede experimentar vivir ejemplarmente que un estilo de vida de renuncia, moral, es enteramente practicable sin tener que excluir por ello de forma completa las posibilidades de nuestro tiempo. Que es posible, en las realidades económicas, dar un paso adelante y colocar las cosas en otra perspectiva y no considerarlas solamente desde el punto de vista de la factibilidad material y del éxito, sino desde la perspectiva de que hay una normatividad del amor al prójimo que se orienta por la voluntad de Dios y no sólo de nuestros deseos.
En tal sentido habría que dar impulsos que correspondan a esa modalidad de que pueda darse realmente un cambio de conciencia. Esto tiene una palabra, un nombre: conversión. Este es el papel y la aportación de la Iglesia a la sociedad, lo cual significa sencillamente aportar a nuestra sociedad lo que da sentido y razón a toda existencia humana: Jesucristo, que es el más grande, incomparable y absolutamente insuperable SÍ de Dios al hombre, a todos y cada uno de los hombres.
En estos momentos, en la Iglesia y con ella, «seguimos teniendo la gran misión de ofrecer a nuestros hermanos el gran “sí” que en Jesucristo Dios dice al hombre y a su vida, al amor humano, a nuestra libertad y a nuestra inteligencia; haciéndoles ver cómo la fe en el Dios que tiene rostro humano trae la alegría al mundo». «Nos gustaría poder convencer a todos que el reconocimiento del Dios vivo, presente en Jesucristo, es garantía de humanidad y libertad, fuente de vida y esperanza para quienes se acercan a Él con humildad y confianza... Con él todo los bienes son posibles, sin Él no se puede construir nada sólido, ‘‘pues nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto: Jesucristo”» (Conferencia Episcopal, Orientaciones morales ante la situación de España, noviembre de 2006, nn. 28,y 82).
Así se expresaba la Conferencia Episcopal, en 2006, en una Instrucción que, para mí, junto con Testigos del Dios vivo y La verdad os hará libres más lo dicho en España por el Papa Benedicto XVI en sus visitas, concordes con lo que Francisco pide, hoy resulta programática y responde enteramente al título de este artículo. La fe cristiana, lo que anima y motiva la Iglesia no es, en modo alguno, alienación: son más bien otras las experiencias que acosan y atacan la dignidad del hombre y la calidad de la convivencia social, las que originan fractura humana, moral y social. En esta perspectiva que venimos señalando, situamos en estos momentos, pues, la acción y presencia de la Iglesia, que excluye todo privilegio y cualquier trato de favor, y no sustituye la responsabilidad de las instituciones sociales y políticas, ni de nadie. En esta perspectiva, se respeta la legítima laicidad del Estado y la aconfesionalidad de nuestra Constitución; en ella, además, la Iglesia claramente apuesta por el hombre y su dignidad y se apresta a sostener los derechos fundamentales del hombre y el bien común.
Entre estos, hay que colocar ante todo las instancias éticas y la apertura a la trascendencia, que constituyen valores previos a cualquier jurisdicción estatal, en cuanto están inscritos en la naturaleza misma de la persona humana. En esta misma perspectiva, la Iglesia continúa ofreciendo su propia y específica contribución a la edificación del bien común, recordando a cada uno el deber de promover y tutelar la vida humana en todas sus fases y de sostener de manera efectiva y real a la familia; ésta sigue siendo la primera realidad en la cual pueden crecer personas libres y responsables, formadas en aquellos valores profundos que abren a la fraternidad y permiten afrontar las adversidades de la vida. Entre estas adversidades, y no la última, hoy tenemos la gravísima dificultad todavía para acceder a una plena y dignísima ocupación, un puesto de trabajo.
Publicado en La Razón el 17 de julio de 2019.
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