domingo, 21 de julio de 2019

YO NO SOY DIGO, POR PEDRO LUIS LLERA VÁZQUEZ













InfoCatólica

 
El hombre moderno se siente tremendamente digno y sujeto de todos los derechos habidos y por haber. El hombre moderno se cree el centro del universo. El hombre moderno, como nuestros primeros padres, quiere ser como Dios y determinar por sí mismo el bien y el mal. “No hay más Dios que el ser humano”, piensa el hombre moderno. Y si Dios ha muerto, no hay ley eterna, no hay mandamientos. “Yo escribiré mis propios mandamientos”, decide el necio. Pero Dios desbarata los planes de los malvados. Dios tolera que la cizaña crezca entre el trigo. Pero llegará el tiempo de la siega.
La soberbia del hombre moderno se combate con humildad: “Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa pero una palabra tuya bastará para sanarme”. Soy pecador y pecador me parió mi madre, como expresa el salmo 51:
1 Por tu amor, oh Dios, ten compasión de mí;
por tu gran ternura, borra mis culpas.
2 ¡Lávame de mi maldad!
¡Límpiame de mi pecado!
3 Reconozco que he sido rebelde;
mi pecado no se borra de mi mente.
4 Contra ti he pecado, solo contra ti,
haciendo lo malo, lo que tú condenas.
Por eso tu sentencia es justa,
irreprochable tu juicio.c
 
5 En verdad, soy malo desde que nací;
soy pecador desde el seno de mi madre.d
6 En verdad, tú amas al corazón sincero,
y en lo íntimo me has dado sabiduría.
7 Purifícame con hisopo,e y quedaré limpio;
lávame, y quedaré más blanco que la nieve.f
8 Lléname de gozo y alegría;
alégrame de nuevo, aunque me has quebrantado.
9 Aleja de tu vista mis pecados
y borra todas mis maldades.
 
10 Oh Dios, ¡pon en mí un corazón limpio!,
¡dame un espíritu nuevo y fiel!g
11 No me apartes de tu presencia
ni me quites tu santo espíritu.
12 Hazme sentir de nuevo el gozo de tu salvación;
sostenme con tu espíritu generoso,
13 para que yo enseñe a los rebeldes tus caminos
y los pecadores se vuelvan a ti.
14 Líbrame de cometer homicidios,h
oh Dios, Dios de mi salvación,
y anunciaré con cantos que tú eres justo.
 
15 Señor, abre mis labios,
y con mi boca te cantaré alabanzas.
16 Pues tú no quieres ofrendas ni holocaustos;
yo te los daría, pero no es lo que te agrada.
17 Las ofrendas a Dios son el espíritu dolido;
¡tú no desprecias, oh Dios, al corazón hecho pedazos!
Pero el hombre moderno desprecia el concepto de pecado. Y los modernistas no quieren saber nada del pecado original ni del pecado en general. Por eso creo conveniente recordar la doctrina de la Iglesia sobre el pecado original y sobre el pecado mortal.

El pecado original[1]

Dada la importancia de esta materia, recogemos íntegramente a continuación el “Decreto sobre el pecado original” del Concilio de Trento, en el que se promulgó de manera definitiva e irreformable la doctrina de la fe obligatoria para todos los católicos:
Para nuestra fe católica, sin la cual es imposible agradar a Dios (Heb 11, 6), limpiados los errores, permanezca íntegra e incorrupta en su sinceridad, y el pueblo cristiano no sea llevado de acá para allá por todo viento de doctrina (Ef 4, 14); como quiera que aquella antigua serpiente, enemiga perpetua del género humano, entre los muchísimos males con que en estos tiempos nuestros es perturbada la Iglesia de Dios, también sobre el pecado original y su remedio suscitó no solo nuevas, sino hasta viejas discusiones; el sacrosanto, ecuménico y universal  concilio de Trento, legítimamente reunido en el Espíritu Santo, bajo la presidencia de los mismos tres legados de la Sede Apostólica, queriendo ya venir a llamar nuevamente a los errantes y confirmar a los vacilantes, siguiendo los testimonios de las Sagradas Escrituras, de los Santos Padres y de los más probados Concilios, y el juicio y sentir de la misma Iglesia, establece, confiesa y declara lo que sigue sobre el mismo pecado original (787):
1.- Si alguno no confiesa que el primer hombre Adán, al trasgredir el mandamiento de Dios en el paraíso, perdió inmediatamente la santidad y la justicia en que había sido constituido, e incurrió por la ofensa de esta prevaricación en la ira e indignación de Dios y, por tanto, en la muerte con que Dios antes le había amenazado, y con la muerte en el cautiverio bajo el poder de aquel que tuvo – después – el imperio de la muerte (Heb 2, 14), es decir, del diablo, y que toda la persona de Adán por aquella ofensa de prevaricación fue mudada en peor, según el cuerpo y el alma, sea anatema (788).
2.- Si alguno afirma que la prevaricación de Adán le dañó a él solo y no a su descendencia; que la santidad y justicia recibida de Dios, que él perdió, la perdió para sí solo y no también para nosotros; o que, manchado él por el pecado de desobediencia, sólo transmitió a todo el género humano la muerte y las penas del cuerpo, pero no el pecado, que es muerte del alma, sea anatema, pues contradice al Apóstol, que dice: Por un solo hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así a todos los hombres pasó la muerte, por cuanto todos habían pecado(Rom 5, 12) (789).
3.- Si alguno afirma que este pecado de Adán, que es por su origen uno solo y, transmitido a todos por propagación, no por imitación, está como propio en cada uno, se quita por las fuerzas de la naturaleza humana o por otro remedio que por el mérito del solo mediador, nuestro Señor Jesucristo, el cual, hecho para nosotros justicia, santificación y redención (I Cor 1, 30), nos reconcilió con el Padre en su sangre; o niega que el mismo mérito de Jesucristo se aplique tanto a los adultos como a los párvulos por el sacramento del bautismo debidamente conferido en la forma de la Iglesia, sea anatema. Porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que hayamos de salvarnos (Act 4, 12). De donde aquella voz: He aquí el Cordero de Dios, he aquí el que quita los pecados del mundo (Jn 1, 29). Y la otra:  Cuantos fuisteis bautizados en Cristo, os vestisteis de Cristo (Gál 3, 27) (790).
4.- Si alguno niega que hayan de ser bautizados los niños recién salidos del seno de la madre, aun cuando  procedan de padres bautizados, o dice que son bautizados para la remisión de los pecados, pero que de Adán no contraen nada del pecado original que haya necesidad de ser expiado en el lavatorio de la regeneración para conseguir la vida eterna, de donde se sigue que la forma del bautismo para la remisión de los pecados se entiende en ellos no como verdadera, sino como falsa, sea anatema. Porque lo que dice el Apóstol:  Por un solo hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado, la muerte; y así a todos los hombres pasó la muerte, por cuanto todos habían pecado (Rom 5, 12), no de otro modo ha de entenderse sino como lo entendió siempre la Iglesia Católica, difundida por doquier. Pues por esta regla de fe procedente de la tradición de los Apóstoles, hasta los párvulos, que ningún pecado pudieron aún cometer en sí mismos, son bautizados verdaderamente para la remisión de los pecados, para que en ellos se limpie por la regeneración lo que por la generación contrajeron. Porque, si uno no renaciere del agua y del Espíritu Santo, no puede entrar en el reino de Dios (Jn 3, 5) (791).
5.- Si alguno dice que por la gracia de Nuestro Señor Jesucristo, que se confiere en el bautismo, no se remite el reato del pecado original; o también afirma que no se destruye todo aquello que tiene verdadera y propia razón de pecado, sino que sólo se cubre o no se imputa, sea anatema. Porque en los renacidos nada odia Dios, porque nada hay de condenación en aquellos que verdaderamente por el bautismo están cosepultados con Cristo para la muerte (Rom 8, 1; 6, 4), los que no andan según la carne (Rom 8, 4), sino que desnudándose del hombre viejo y vistiéndose del nuevo, que fue creado según Dios (Ef 4, 22 ss; Col 3, 9 ss), han sido hechos inocentes, inmaculados, puros, sin culpa e hijos amadísimos de Dios, herederos de Dios y coherederos de Cristo (Rom 8, 17); de tal suerte que nada en absoluto hay que les pueda retardar la entrada en el cielo. Ahora bien, que la concupiscencia o fomespermanezca en los bautizados, este Santo Concilio lo confiesa y lo siente; la cual, como haya sido dejada para el combate, no puede dañar a los que no la consienten y virilmente la resisten por la gracia de Jesucristo.  Antes bien, el que definitivamente luchare será coronado (2 Tim 2, 5). Esta concupiscencia, que alguna vez el Apóstol llama pecado (Rom 6, 12 ss), declara el santo Concilio que la Iglesia católica nunca entendió que se llame pecado porque sea verdadera y propiamente pecado en los renacidos, sino porque procede del pecado y al pecado inclina. Y si alguno sintiera lo contrario, sea anatema (792).
6.- Declara, sin embargo, este mismo santo Concilio que no es intención suya comprender en este decreto, en que se trata del pecado original, a la bienaventurada Virgen María, Madre de Dios, sino que han de observarse las constituciones del Papa Sixto IV, de feliz recuerdo, bajo las penas de aquellas constituciones contenidas, que el Concilio renueva (792).

El pecado mortal

Peca mortalmente quien se aparta de Dios incumpliendo sus Mandamientos. Por el pecado mortal, se pierde la vida de la gracia recibida por la justificación (Trento, 808). El pecado mortal hace al hombre enemigo enemigo de Dios (ibid., 899), siervo del pecado y le entrega al poder del demonio (ibid., 894), haciéndole digno de las penas eternas del infierno (Inocencio III, 410), adonde descienden inmediatamente los que mueren en pecado mortal (de fe definida por Benedicto XII, 531). Por cualquier pecado mortal se pierde la gracia, pero no siempre la fe, que puede quedar informe o sin vida (Trento, 838).

Conversión y santidad

Reconozco como el centurión que no soy digno. Reconozcámoslo y hagámosle caso a Cristo. Convirtámonos todos a Cristo. Seamos santos por la gracia de Dios:
“Un santo es un avaricioso que va llenándose de Dios, a fuerza de vaciarse de sí. Un santo es un pobre que hace su fortuna desvalijando las arcas de Dios. Un santo es un débil que se amuralla en Dios y en Él construye su fortaleza. Un santo es un imbécil del mundo  - stulta mundi - que se ilustra y se doctora con la sabiduría de Dios. Un santo es un rebelde que a sí mismo se amarra con las cadenas de la libertad de Dios. Un santo es un miserable que lava su inmundicia en la misericordia de Dios. Un santo es un paria de la tierra que planta en Dios su casa, su ciudad y su patria. Un santo es un cobarde que se hace gallardo y valiente, escudado en el poder de Dios. Un santo es un pusilánime que se dilata y se acrece con la magnificencia de Dios. Un santo es un ambicioso de tal envergadura que sólo se satisface poseyendo cada vez más y más ración de Dios… Un santo es un hombre que todo lo toma de Dios: un ladrón que le roba a Dios hasta el Amor con que poder amarle. Y Dios se deja saquear por sus santos. Ése es el gozo de Dios. Y ése, el secreto negocio de los santos”. (Pilar Urbano, El hombre de Villa Tevere[2]
Si queremos ser santos, seamos humildes. Solo hay un Salvador: Cristo. Él es quien quita el pecado del mundo. Él nos salva desde la cruz pagando el precio de nuestro rescate con su propia sangre. La naturaleza humana y la naturaleza en general – incluida la Amazonia – quedaron dañadas por el pecado original.
Pero el Señor volverá en gloria y majestad y habrá un cielo nuevo y una tierra nueva donde habitará la justicia. Entonces el león y el cordero pacerán juntos. Y el Señor enjugará nuestras lágrimas y ya no habrá más sufrimiento ni enfermedad ni muerte. El día y la hora solo el Padre los sabe. Pero el Reino de Dios está cerca. Convirtámonos y estemos preparados. No seamos como las vírgenes necias y tengamos nuestras lámparas llenas de aceite para cuando llegue el Esposo.

[1] La fe de la Iglesia, ANTONIO ROYO MARÍN, BAC, Quinta edición, Madrid, 1996. “El pecado original”, pág. 132 y siguientes.

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