lunes, 22 de julio de 2019

LA CHISPA DEL DIACONADO PERMANENTE PRENDIÓ EN EL ELECTRICISTA




Recién ordenado como diácono permanente, el «principal campo de pastoral ahora mismo» de Alberto Villalba es la empresa de electrónica donde trabaja como técnico electricista
Hoy preside bautizos, entierros, predica con el alba y la estola cruzada y se define entre risas como «la oveja negra» de una familia de creyentes no practicantes, pero hace años la Primera Comunión de Alberto Villalba (Barcelona, 1966) fue la primera y la última en mucho, mucho tiempo. Un parón en su vida de fe que anticipa el parón al que se tuvo que enfrentar, posteriormente, en su proceso vocacional. «Desde que inicié oficialmente en Valencia el proceso para ser diácono permanente hasta que pude ser ordenado pasaron cerca de 14 años. Sentí la llamada y comencé a formarme, pero desde la diócesis se decidió paralizar todo y no nos volvieron a llamar hasta una década después», explica Villalba, que está casado y tiene dos hijos.
Este electricista en ejercicio, aunque trabajador de la madera durante muchos años –«hacía muebles en una fábrica»–, finalmente fue ordenado el 19 de enero, junto a otros ocho seglares valencianos todos casados, en una ceremonia presidida por el arzobispo de Valencia y celebrada en la catedral de la capital del Turia. «Fue el cuarto día más feliz de mi vida después del día de mi matrimonio, del nacimiento de mis hijos y el de la admisión al diaconado». Entonces, el cardenal Antonio Cañizares explicó que «estamos en un tiempo favorable y oportuno para reanudar estas ordenaciones». El diaconado permanente «es una conveniencia grande y un bien para la diócesis, no es una mera asistencia a sacerdotes». Son ministros ordenados «para ser, con el auxilio de la gracia, transparencia del rostro misericordioso de Jesús, el único que salva. Tendrán que reflejar los mismos sentimientos de Jesús dando siempre testimonio de una inmensa y sincera caridad pastoral».
Alberto Villalba en su trabajo. Foto: Alberto Villalba
Estas palabras del arzobispo se hacen realidad en la vida de Alberto Villalba cuando está con su familia, en la parroquia, pero también cuando se encuentra en su puesto de trabajo, donde «las faenas más pesadas, las más ingratas, las mas duras las suelo coger yo. Por ejemplo, me encargo de los cables más gruesos, que son los más difíciles de manejar y cuando algún compañero me pregunta por qué hago estas cosas, le contesto: “Porque, si las hago yo, no las haces tú”». Así, la forma de trabajar del diácono permanente, junto con los momentos que saca en los descansos para rezar laudes, vísperas o completas, han conseguido despertar la curiosidad de sus compañeros. «Muchas veces me hacen una pregunta o me piden consejo y, a partir de ahí, hago la catequesis. Les hablo del servicio, del saber perdonar, de la paciencia... Es mi principal campo de pastoral ahora mismo», asegura.
El puente hacia la fe
Pero a esta historia todavía le falta el conector, el puente por el que transitó de una vida de pasotismo espiritual a pedir la admisión al diaconado permanente. El Señor se sirvió del Movimiento Diocesano Juniors. «Lo conocí cuando mi familia se trasladó desde Barcelona hasta Valencia. Vivíamos en un barrio en el que muchos de los chavales participaban del movimiento. Me invitaron» y así Villalba dio su primer paso de vuelta a casa.
Una vez dentro, al joven Alberto le marcaron especialmente los educadores y las religiosas, hijas de la Caridad, vinculadas a la parroquia. «Veía cómo trabajaban con los más pobres, con los más desheredados o cómo gastaban su tiempo atendiendo a los chicos. Eso me hizo entender que había algo más y, poco a poco, fui conociendo que el Evangelio es servicio. Eso me marcó muchísimo».
Así, fue entrando en la parroquia, implicándose y creciendo dentro del movimiento. «Pasé por todas las etapas y llegué a ser educador, jefe de centro e incluso me involucré en el movimiento a nivel diocesano». En todo este proceso, además, conoció a su mujer, con la que «compartí equipo como educador. Unos años después nos casamos».
La vocación al diaconado permanente surgió de casualidad en el año 2.000 mientras el técnico electricista leía el periódico diocesano Paraula. «Las hermanas me lo pasaban después de que ellas lo hubieran leído. En uno de esos periódicos atrasados leí que un grupo de jóvenes casados se estaban preparando para el diaconado permanente. En ese momento me saltó la chispa de la vocación». Lo que vino después –el parón– ya es conocido, «pero yo no pude, ni quise, adormilar algo que el Señor había sembrado en mi corazón, y durante todos esos años estuve formándome por mi cuenta», concluye Villalba.
José Calderero de Aldecoa @jcalderero

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