Estaba viendo el proceso al procés en directo, envidiando especialmente a los enviados especiales que, haciendo lo que yo hacía por gusto, se sacaban un suelo. Así estaba cuando llego mi mujer para descubrir, con cierto asombro, tal vez fingido, que me había olvidado de sacar la basura, de recoger la cocina y de poner la olla con los avíos para el puchero. Alegué la trascendencia constitucional del momento, pero me redujo al orden con la machacona contundencia del juez Marchena.
También había olvidado, ahora que ella me lo recordaba, hacer la compra, así que tuve que salir de prisa y corriendo. Mi hija se apiado de mí, y me acompañaba. Fuimos en vespa. Yo, un poco cabizbajo por una triada de motivos: el disgusto que le había dado a mi mujer, el juicio que había dejado en el instante más jugoso y la pereza que siempre da ir a la compra.
Encontramos a una amiga que estaba paseando a sus hijos, cuatro. Nos paramos a saludar (y a darle ánimos). Enseguida empezó a decir que qué maravilloso plan, un paseo en vespa, padre e hija, con el buen día que hacía, el primero esplendoroso de la pre primavera. Entonces, mi hija y yo, que íbamos pensando en la compra urgente, levantamos la mirada y era cierto: la primavera, el sol, las flores, la brisa y, sobre todo, ella conmigo y yendo en mi vieja vespa, que suena a juventud, divino tesoro. Cuánta razón tenía mi amiga, y qué buena había sido mi mujer obligándonos a coger la carretera de inmediato y a no perdernos tanta maravilla.
Emprendimos el camino con otro espíritu. Pasa con llamativa frecuencia. Visto uno desde fuera es mucho más feliz que si se deja apabullar por las circunstancias y reconcomer por las minucias. El secreto de la felicidad es el don de la ubicuidad. Ser capaz de irse de uno mismo para mirarse desde fuera. Los ojos de una amiga de excelente humor ayudan mucho, pero no son un requisito imprescindible. Mi hija se agarró (abriendo mucho los brazos) a mi cintura y apoyó su cabecita en mi espalda.
Hicimos la compra rápido y bien, pero volvimos dando un pequeño rodeo porque había que aprovechar el día. Llegamos a casa y me di cuenta de que no tenía nada que envidiar a los enviados, aunque su trabajo sea tan interesante y pinturero. Puede que ellos, pobres, estuviesen añorando a su hija, los encargos domésticos y la vespa. Mi mujer nos recibió con los brazos abiertos y hasta nos dijo: «Qué bien. Sois un encanto».
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