Un amigo que estudia las culturas orientales nos propone un reto: la lectura simultánea de Helena o el mar de verano de Julián Ayesta y de La bailarina de Izu de Yasunari Kawabata. Los contrastes geoculturales, en efecto, estremecen, pero me enredo con el tema de ambas narraciones: el recuerdo delicado de un leve amor juvenil. Ha querido el azar que, mientras leía, con el movimiento de personas que producen las vacaciones de Semana Santa, me haya encontrado con dos (como mínimo) señoras que fueron chicas con las que tonteé lo que pude.
Que fue poco y ése es el secreto. Me encuentro a tantas porque fui mucho de rendir mis homenajes y de aceptar, a renglón seguido, sus negativas. Con el tiempo, ellas guardan el mejor de los recuerdos de aquellos que rechazaron. Nada más romántico, desde su punto de vista. Me saludan con alegría, sin sombra de resentimiento, a la luz de su victoria antigua. Y yo, encantado.
Durante esos encuentros hago tres reflexiones encadenadas como tercetos dantescos. La primera es que la felicidad presente es la moneda para rescatar el pasado. Qué contentos nos ponemos de ver lo bien que estamos de salud y de amor. Nos presentamos a nuestros niños y les decimos: "A vuestra edad, ya éramos amigos". Los más adolescentes nos miran con una mezcla de incredulidad (¿a su edad?) e indiferencia (¿amigos?). Pasar por uno de estos encuentros desde un presente problemático debe de ser un trance más duro. Ningún dolor mayor que recordar, en la tristeza, la felicidad pasada, aunque fuese de juguete. Desde la alegría, se multiplica.
Lo que me lleva a recordar que cada vez que me encuentro con mi mujer (no sé cuántas veces al día) estoy coincidiendo -qué sorpresa, anda, qué pequeño es el mundo y cómo estás- con un amor de juventud. El corazón debería dar esos mismos vuelcos de campanilla por el pasillo, en el desayuno, acostando a los niños…
Como me voy emocionando, doy en una idea exultante. La resurrección. Ay si la vida fuese cíclica, como se propuso Nietzsche, o un bucle de reencarnaciones o una disolución en la nada. La resurrección salvaguarda que esos amorcillos alados de la primera juventud sigan siéndolo siempre, cada vez más felices porque más retrospectivos; pero no nos obliga a revivirlos, no, uf, por Dios, ni anula la luz refleja que reciben de un presente cada día más pleno. Lo de la resurrección es una de las mejores cosas que pueden pasarnos.
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