La Pascua es la explosión definitiva del amor, su exaltación llevada hasta el extremo, hasta el abismo y hasta lo más sublime. Hoy sentimos que es tiempo de salvación, que el amor de Dios es verdadero y que se interesa por cada uno de sus hijos, pues si Cristo ha muerto por nuestros pecados presentes también ha resucitado para redimir nuestra historia de hoy. El que nos ha librado de las garras de la muerte sabe que el mundo no necesita superhéroes para salir de su extravió, sino testigos de aquella misericordia que puso en pie a los apóstoles para anunciar por el mundo entero que está vivo el Señor y nos saca de nuestros sepulcros: "Cuando os saque de vuestros sepulcros, pueblo mío, sabreís que soy el Señor".
Jesucristo es nuestra pascua porque se hace dolor, injusticia y muerte para derrotar definitivamente al mal, la injusticia y la muerte. La Iglesia, con su eucaristía y evangelio, con sus santos y sus pobres, con todos sus peregrinos sufrientes y con la caridad incontable de los sencillos, nos recuerda que, desde el día de la resurrección, nuestra historia es gloriosa por ser historia de sacrificios, de esperanza, de lucha cotidiana, de vida desgastada en el servicio, de constancia en el trabajo que nos agota. La Pascua no nos aleja del llanto del hermano, ni del dolor propio, ni del esfuerzo por el bien, la bondad, la verdad, la justicia y la belleza, ni nos hace personas ausentes, lejanas, o espiritualistas. Todo lo contrario, nos sitúa más y mejor en la realidad, más cabales y realistas, conscientes de que Él hace todo nuevo y mejor, y que, a su vez, nos encomienda a nosotros proseguir esta tarea. Sabemos que -como dice W. Shakespeare- "el amor que nos persigue es, a menudo, un tormento para nosotros, y sin embargo le damos gracias, porque es el amor".
El inmenso don de reconocer al Señor resucitado nos hace diferentes. Si hemos conocido su misericordia y la renovación de su perdón, estamos proyectados a la gloria por venir. "La tierra prometida -decía hace poco Francisco- está delante, no detrás"; de lo contrario, en lugar de proclamar ante el mundo una buena noticia, referiremos simplemente eventos pasados y reflejaremos apatía y desilusión, como si el Espíritu del Resucitado no tuviera ya nada que hacer ni decirnos. El evangelio, no obstante, es siempre camino de conversión que transforma nuestras miradas como hombres de esperanza, para ver más allá de las polvaredas del mundo y superar turbaciones y fatigas. La esperanza -el gran regalo de la Pascua- es como el sol, que arroja todas las sombras detrás de nosotros. La salvación sigue probándose en la carne de la Iglesia, que nos sostiene con su experiencia de Redención, con obras de amor a las que puede apelar, más que a teorías. En la comunión de la Iglesia se sostienen nuestras vidas, nuestra alegría, la esperanza que no decae, se ensancha nuestro corazón y nuestra existencia se edifica sobre la roca de la Verdad, porque sobre la mentira no se edifica nunca nada. La fe muestra a cuantos se afanan por caminos oscuros para encontrar el sentido y la felicidad que el hombre se salva gracias a su relación con Cristo que vive para siempre, más allá de reducciones moralistas e intelectualistas.
Nada mejor que sumergirnos en Él para poder traducir la fe en la propia cultura y en la acción social y política, con capacidad para valorar las cosas con el criterio de Cristo, o, de lo contrario, sucumbiremos, pues solamente sabremos -una de dos- secundar la modernidad o resistirnos a ella, pero no orientarla con sentido cristiano. Urge renovar la profecía y romper el cerco de cualquier abatimiento sin esperar un mundo ideal, una comunidad ideal, un discípulo ideal para vivir o para evangelizar, sino hacer posible que cada persona concreta pueda encontrarse con Jesús abriendo los ojos a la luz, empezando por nosotros mismos. Sin embargo debemos ser maestros, acompañantes de la fe de nuestros amigos y de nuestros hijos, de los compañeros de trabajo y de los vecinos -¿no es, al fin y al cabo, nuestro prójimo al que debemos amar?- y asumir riesgos en el ámbito público. Dios nos muestra siempre el camino a seguir, no hay duda. La Cruz ha estallado en Luz verificando que el amor vence al odio y que la justicia triunfa sobre el mal, porque la muerte es derrotada por la vida. La Santa Iglesia, que ha cantado desde antiguo el Aleluya a Cristo Resucitado por su victoria, por su amor inquebrantable, lo canta de nuevo hoy con una alegría siempre recién nacida, bella, joven, eterna.
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