“La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida…” que cantaba Rubén Blades
a Pedro Navaja.
Cumplir años te permite, entre otras muchas
cosas, no sorprenderte en absoluto cuando algunas cosas suceden. Cuando un niño
o un joven disfrutan de una situación, actividad o una compañía y sin
comprender los motivos se da cuenta que las “normas” de todo ello han cambiado
sin venir a cuento, generalmente reacciona revelándose y preguntándose qué es
lo que cambió o qué es lo que hizo él para que algo que le hacía sentirse feliz
se tornase en desazón. Los años en una persona son como la vista: durante toda
tu vida tienes los mismos ojos, pero estos al igual que la visión de las cosas
van evolucionando aunque eso sí, a la inversa.
Cuando eres joven tus expectativas hacia lo que
emprendes es de confianza ciega en que si te llega o lo alcanzas algo es buena
señal y hay que aprovechar la ocasión sin valorar los posibles reveses que
pueden tornar todo ello en desolación y en fracaso; la visión de esas
expectativas está nublada por unas “cataratas” que hacen que solo veas lo
positivo, cosa buena por otra parte, pero sin sopesar los posibles riesgos
cuando las cosas van evolucionando. Cuando vas madurando, al igual que cuando
vas creciendo, tu vista evoluciona como he dicho antes a la inversa: ves las
cosas más claras; aceptas los retos, arriesgas con ellos pero también eres
consciente que las cosas no son así de fáciles ni sencillas, con lo que te
previenes de las consecuencias que pueda tener un fracaso. Esto hace que, sin
que dejen de sorprenderte los sucesos, tengas una visión periférica más amplia
que cuando eres joven y te las prometes todas, por lo que afrontas los hechos
como algo que “se veía venir” porque además eres capaz de analizar todo el
contexto que llevó al inicio de esa acción y los motivos que han hecho que
evolucione hasta el punto en el que tú mismo decides que sea el punto y final.
Se suele decir que cuanto más alto llegues más
dura será la caída y al igual que con la visión que tenemos de las cosas este
dicho también depende de la edad, porque la vida es como una tremenda pared que
hay que escalar en la que nuestros padres se encargan de colocarnos el arnés y
regalarnos nuestra primera cuerda para comenzar ese ascenso. Cada escalador
decide quién es la persona que desde abajo le va a asegurar teniendo plena
confianza en él porque su vida pende de eso. Conforme vas ascendiendo vas
colocando tus “cintas express” en las “chapas” para crear puntos de anclaje
intermedio. Sigues ascendiendo con la fe ciega en la persona que desde abajo
sigue dándote cuerda para avanzar y sin sopesar que a quien tienes con los pies
en el suelo es una persona, y que también nosotros tenemos fallos, con lo que
no cuentas con la posibilidad de que al fallarte un agarre puedas caer hasta la
última chapa que enganchaste. Confías en tu fuerza y en tu pericia a la hora de
encontrar una mínima grieta en la que introducir tus dedos. Llegas a creer que
eres tú quien tiene la opción de triunfar o caer y por momentos se te olvida la
comunicación que debes tener con el auténtico seguro de tu vida, la persona que
con sus manos y su “grigri” puede frenar tu caída por exceso de confianza.
Cuando eres veterano corres los mismos riesgos, pero sabes de la importancia de
estar en continua comunicación con quien te asegura, conoces que hay agarres más
peligrosos que otros, y ves la escalada siempre con los posibles riesgos que
conlleva un fallo que sabes que puede llegar aunque no lo busques y si llega,
sabes de qué manera puedes reaccionar para minimizar los daños.
Desgraciadamente cuando avanzas en la vida te
das cuenta que todo el mundo tiene una “vocación” frustrada: ser banquero. Sí,
así de claro: desde que nacemos lo hacemos todo por interés y en eso nadie me
lo puede discutir, porque es algo tan cierto como natural en el ser humano. Un
niño necesita ser interesado para vivir, se acostumbra a depender de ese
interés durante toda su infancia porque eso le da seguridad mientras vive en la
burbuja que supone el hogar familiar. Se van cumpliendo años y nos acomodamos
tanto a hacer las cosas por interés porque descubrimos que es una manera ya no
de vivir, sino de sobrevivir. Una simple sonrisa puede producir un interés de
otra sonrisa, de un favor, de un amor correspondido…
Ese interés inocente se transforma con los años
en un redundante interés interesado. La sonrisa, el alago que sale de nuestros
labios en demasiadas ocasiones busca un fin que no tendría que ser necesario.
Podríamos vivir sin problemas sin ese favor ajeno, pero ese favor, esos réditos
que nos cobran buscan también un fin, porque muchas veces las condiciones
favorables que justifican el interés, al igual que los bancos, cambia sin venir
a cuento en el propio beneficio de quien te está “prestando la sonrisa”. El
banquero juega continuamente con esos intereses, pero se olvida que quien realmente
tiene la potestad para romper la relación mercantil es quien paga, no quien
cobra. El resultado generalmente es cambiar de banco a otro que respete todas
las cláusulas que constaban en el contrato inicial. La ruptura suele ser más
traumática para quien más pierde, ese que se acostumbra a recibir a cambio de
unas migajas de interés interesado; una ruptura generalmente silenciosa, sin
bombo ni platillo ni falsos boatos que llevaron a la firma del contrato.
Recibid un fraternal saludo y un apretón de
mano izquierda.
Juan J. López Cartón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario