El 7 de marzo de 1989 está marcado en mi calendario vital
como el día que cumplí la mayoría de edad. Sí; ese hecho siempre está señalado
para toda persona, sobre todo por la supuesta madurez que nos da la
Constitución española desde su reforma de 1978, en la que se redujo de los 21
años a los 18 (Este hecho realmente se produjo un mes antes de la firma de la
Carta Magna). La verdad es que algo socialmente tan vital como entrar a formar
parte del censo electoral, o en el aspecto más arcano “hacer lo que nos dé la
gana”, a mí me importaba un bledo. Yo me sentía totalmente igual que el día
anterior, pero la Ley, la Constitución, decía que yo ya había pasado de ser un
niño a un ser maduro socialmente capaz de asumir mis responsabilidades como
ciudadano. Pero una cosa era cierta: ya era mayor de edad.
Se oyen
voces que piden cambiar de nuevo esa marca en nuestro calendario vital y
reducirla ahora a los 16 años. Por otro lado, el partido político VOX me sorprendió
hace unos días proponiendo que los
menores de edad puedan votar, ejerciendo ese poder eso sí, en la figura de sus
padres; esto ya fue lo que me hizo alucinar del todo.
En este
contexto comienzo a plantear mi opinión, siempre personal, de lo que pienso que
está ocurriendo y lo que para mí es peor: lo que puede llegar a ocurrir; dado
que como ya planteaba en mi artículo de la semana pasada los “mayores” nos
hemos empeñado en tener niños adultos/viejos, con las obligaciones que eso
supone por entrar en un juego que no es el suyo. Un juego que pretendemos que
pase de los patios del colegio, del
“descampao” a las urnas, sin seguir el ritmo natural del proceso que les debe
llevar hasta la madurez.
Por supuesto
que soy partidario que los niños deben conocer lo que es la democracia, incluso
participar en ello siempre que se pueda, pero no podemos cargar sobre sus
espaldas infantiles el peso de una madurez que no tienen. Nuestra responsabilidad
como padres es educarlos y prepararlos en una democracia, en una participación
activa sabiendo que eso llevará a crear personas responsables, pero los
primeros que debemos ser responsables en cómo hacerlo somos los propios
adultos.
El primer
ámbito en el que se desarrolla cualquier niño es el del hogar. Está claro que
el término hogar es muy heterogéneo, ya que tan hogar es una familia
“estructurada” como “desestructurada” (utilizo términos habituales para
definirlos aunque no esté de acuerdo en sus concepciones) o como un orfanato o
incluso un reformatorio. La suerte y las circunstancias hacen que cada niño
disfrute o sufra de un entorno propio que hará en parte de horma para el adulto
en que se convertirá en el futuro.
Por decir lo
siguiente se me puede tachar de muchas cosas, y ninguna buena: “La vida en
familia, el entorno del hogar, para los hijos, no es ninguna democracia; debe
tener tintes de dictadura”. Me explico: desgraciadamente en demasiadas
ocasiones, en un afán de dar una falsa libertad a nuestros hijos, se cuenta con
su opinión a la hora de decidir acciones y cosas vitales que ocurren en el seno
familiar. Cuando esa opinión se convierte en una opción y una posibilidad
dentro de los planes, puede ser enriquecedor para lo que se haya planeado; el
problema es que cada vez se otorga más peso a las opiniones y opciones de
nuestros hijos y se llega a una profunda tiranía por su parte en la que se
vive, se actúa y se hace todo para ellos. Organizamos la vida familiar siempre
contando con lo que a ellos les apetece o les gusta, sin valorar que muchas
veces esos gustos, esas apetencias, no son realmente enriquecedoras para su
crecimiento como personas maduras. En demasiadas ocasiones nos encontramos con
niños que cuando no se hace lo que a ellos les apetece no digo solo que se
revelan, sino que llegan a proferir tremendos chantajes emocionales hacia sus
progenitores. Hemos roto la frontera en la que los hijos respetan las
decisiones de los padres. Hemos hecho creer a nuestros hijos que nuestras
decisiones no son reflexionadas para su provecho, sino que solo se toman para
beneficio de nuestro, con lo cual, si tomas cualquier decisión sin contar con
su beneplácito, se convierte en una decisión en su contra.
Poco a poco
esa forma de actuar se ha traducido en una responsabilidad hacia ellos: “La
familia disfrutará si tú disfrutas”, con lo cual se ha ido anulando el respeto
y la aptitud de cualquier cosa en las que ellos no den su visto bueno. Como ya
contaba en mi anterior artículo… “qué difícil es ser padre”.
Todas estas
cosas hacen, volviendo al título del artículo, que los niños de hoy día en vez
de jugar a ser niños, con sus trastadas, con sus chiquilladas, con los
correspondientes disgustos y quebraderos de cabeza para los padres, se estén
convirtiendo en “viejos” en los que su responsabilidad es decidir cosas que no
les competen. Porque sin querer, sin darnos realmente cuenta de ello, los
adultos también nos acomodamos, y nos acostumbramos a la facilidad que los
planes los hagan otros, aun sabiendo que no son convenientes.
Las
responsabilidades de los niños deben ser las esenciales para ellos. Las que
hacen que crezcan en madurez a su debido momento. No podemos intentar acelerar
un proceso que debe durar el tiempo correspondiente. Al igual que si intentamos
que una masa fermente de golpe, acelerando su crecimiento; podemos encontrarnos
que esa masa, una vez retirada de la fuente de calor que le hizo crecer
rápidamente, se venga abajo de golpe, convirtiéndose en harina, huevo y poco
más. Una amalgama de ingredientes que por no darle su tiempo correspondiente se
revela y se hace inservible.
Los niños
deben conocer y aprender a valorar el esfuerzo y las obligaciones de los
mayores, que hacen que ellos tengan lo que tienen. Darse cuenta y valorar que
su vida de niños, sus obligaciones de niños, deben ser sencillas: el colegio,
ayudar y colaborar en las tareas que se les encomiende en casa y poco más, sin
someterles a decisiones que corresponden a los mayores. Si guardo tan buen
recuerdo de mi infancia estoy seguro que es por eso. Mis padres; mi padre era
una persona estricta, incluso severa; mi madre en su papel, amorosa, acogedora.
Los dos se complementaban perfectamente, y los dos organizaban la vida
familiar, y sin necesidad de consulta. Siempre conseguían el consenso por el
simple hecho que nosotros, como niños, respetábamos y entendíamos que ellos
tenían el papel de decidir, y lo que se decidiese se hacía con el amor de ambos
hacia nosotros. Por supuesto que nos revelábamos cuando llegó el momento, pero
hasta en eso, las decisiones como tal, eran tomadas por ellos, siendo siempre
nosotros los beneficiados.
Ellos me
hicieron crecer madurando, no madurar creciendo, que es lo que pretendemos hoy
día. Pretendemos cambiar el orden lógico de la evolución: es necesario crecer
para madurar, no madurar para crecer.
Demos el
tiempo necesario a nuestros hijos, a los niños, para madurar poco a poco. Ya
habrá tiempo en que la vida les obligue a tomar decisiones, a toparse con muros
que deberán saltar, pero ahora dejemos que sean ellos los que se limiten a
saltar la tapia del “descampao” para descubrir lo que hay detrás.
Me despido
con un fraternal abrazo y un apretón de mano izquierda.
Juan J.
López Cartón.
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