“Y ¿de qué quieres que escriba? No creo que
tenga nada que contar que pueda resultar interesante, y mucho menos creo tener
capacidad de hacerlo con un nivel como el tuyo”. “Juan, tú tienes mucho que
contar. Tus vivencias, la naturaleza, tus excursiones, tu experiencia…”
Y
allá voy yo que no sé decir que no, y aun sin creerme que tenga ese don de
transmitir como me dices, Jesús, acepto tu reto y me siento delante de la
pantalla, con mi teclado, como si fuese una antigua Olivetti, para procurar
plasmar en unas líneas aquello que me encomiendas.
En
mi blog, perdido y cogiendo polvo en algún lado del espacio cibernético,
siempre he sido bastante recurrente con una idea, incluido en el nombre
“Ultreya: camino a renglón seguido”: el camino. Un camino que se convierte en
Camino, con mayúsculas, desde el momento en que cientos de personas pasan a
formar parte de él; personas con nombre y apellidos.
Y
es que la vida es así de caprichosa. Basta que quieras mantenerte sentado,
limitándote a observar como son los demás los que caminan y avanzan; cómo son
los demás los que se caen y levantan mientras tú, desde el silencio y el
anonimato te limitas a intentar aprender de los errores de los demás, nada más alejado de la realidad:
Uno aprende que tiene que caminar. Que es imposible no hacerlo, no caerse, no
levantarse, no solo ver cómo lo hacen los otros, sino que hay caminar, caer y
levantarse uno mismo, y más aún, viviendo cómo otros caminan, caen y se
levantan contigo.
No
soy hombre de citas literarias, no por poco leído, sino por poco atento a la
lección y a las letras. Soy más bien, como lo viví en mi padre, de dichos,
vivencias y de historias populares, y cuando alguien comparte camino conmigo,
no encuentra al erudito literato; más bien al “cateto letrado” que se hace día
a día a sí mismo mientras se ve reflejado en la imagen del espejo de los que le
pusieron a andar su propio camino: sus padres.
Quiero
levantarme de la comodidad y del frescor que me brindan la sombra y el aroma a
no hacer nada y volver a emprender caminos que desde hace tiempo tengo
abandonados. Por supuesto que es imposible hacerlo porque nunca, por más que lo
queramos, dejamos de caminar. Nada tan cierto como esto: El tiempo es camino y
si el tiempo no se puede parar, el caminar tampoco. Como mucho podemos
ralentizar nuestro paso, en un intento de no avanzar, de no afrontar lo que no
queremos que llegue; pero desgraciadamente para los que pretenden limitarse a
solo ver pasar la vida, tengo una mala noticia para ellos: eso no es posible.
Nos
podemos mostrar impasibles ante lo que vemos. Miramos para otro lado en un afán
de detenernos en el camino. Que sean los demás los que avancen mientras
nosotros nos paramos con tal de no tropezarnos con alguien o con algo que no
nos agrada, y somos tan estúpidos que no vemos la Verdad en ello: “lo que no te
mata te hace más fuerte”.
Todos, nos guste o no, nacemos
para caminar y nos creemos tan grandes, tan egocéntricos muchas veces, que
somos incapaces de reconocer en todo lo que nos tropezamos como dañino, envenenado,
impuro… la oportunidad de enriquecernos. Sí, también en el diferente, en el
antagónico, en aquel del que pretendemos renegar porque su vida no tiene
remedio, porque si caminamos a su paso, o simplemente nos cruzamos con él en el
camino, nos apestará con sus ideas. El que en su proceder vital no supo que a
veces lo baches hay que cogerlos por el borde, porque si te cuelas dentro
puedes salir dañado, o incluso quedarte atrapado en él.
Renegamos,
criticamos gratuitamente, apartamos como si fuese un leproso de la sociedad a
todo aquel que nos puede resultar tóxico, o lo que creo que es peor incluso:
cual secta que lava el cerebro a sus acólitos, tratamos de hacerle ver que su
vida es un asco, que sus equivocaciones solo tienen remedio si se une a nuestras
ideas. No tenemos, generalmente, el afán de la corrección fraterna, de dar la
mano para acompañar, no. En nuestra cabeza, demasiadas veces, se fija la idea
de “sino estás conmigo estás contra mí”, y en un afán desmedido por
convertirnos en mesías de carne y hueso.
Aunque todos sabemos que nacemos y comenzamos nuestro camino, se nos olvida que algunos no lo hacen con la misma comodidad ni condiciones en las que nosotros lo hicimos. Que las circunstancias de cada persona son únicas; que cada persona es un mundo: “Yo soy yo y mis circunstancias”. Y si muchos tuvimos la suerte de nacer en un hogar con unos valores, con una educación, con un calor familiar, otros no disfrutaron de ello, y todas esas circunstancias se convirtieron en baches, socavones, zarzales y dificultades en un camino que al igual que nosotros emprendieron un día.
Esa es la
única idea que quiero plasmar en estas líneas. Aunque haya dado un rodeo para
ello creo que está clara: No tratemos de convertir, sino de transformar. No
tratemos de hacer cambiar a la gente: todos, incluso los de la peor calaña,
tienen algo que enseñarnos; aunque solo sea cómo no tenemos que caminar o qué
senderos debemos evitar. Seamos peregrinos con nuestra propia personalidad en
una vida que se nos ha brindado para enriquecernos de experiencias venidas de
donde menos esperamos. Seamos cuenco de barro, modelado de forma única para
acoger vida y experiencias frescas que en el calor del camino, en el sofoco,
supongan un trago fresco que enriquezca nuestra vida.
Juan López Cartón
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