Nada más arriesgado para un ser humano moderadamente feliz que hacerse un análisis de sangre. Más aún si el ser humano ha entrado vertiginosamente en los ámbitos del otoño, y no se ha cuidado ni en la primavera ni en el verano. Me ha sucedido en estos días. En el análisis se advirtió que las transaminasas estaban por encima –no mucho, pero por encima–, de la valoración normal- así como la ferritina. El colesterol, bien. ¿Fumador? Sí. ¿Bebe habitualmente? Sí, y es el momento más agradable del día. Esa copa maravillosa en los aledaños previos a la cena. Entonces los médicos, un tanto molestos por la no inminencia del fallecimiento del paciente, en lugar de recomendar algo más de medida en el placer de los vicios, inician la cadena de la tortura. Un angio-tac, un tac que no sea «angio» sino de coronarias, una exploración ventral, una prueba de esfuerzo, una resonancia magnética y diferentes pruebas complementarias. Todas en ayunas. Me he librado, por los pelos, de pasar por la consulta del ginecólogo para que éste me dijera si es niño o es niña. Y la conclusión, la que se sabía previamente. Que fumar y beber es malo, y que si quiero llegar a los ochenta años, debo renunciar a ello inmediatamente. Lo que ningún médico pregunta es si el paciente quiere alcanzar los ochenta años o vivir un poco menos y mejor.
A mi padre le advirtieron cuando cumplió setenta años de su cercanía de la muerte. Fumaba tres paquetes diarios de cigarrillos desde los dieciocho años, porque en aquellos tiempos –y en los míos, con los anuncios de los vaqueros de Marlboro–, el que no fumaba era un tanto plumón, un bastante trucha. Mi padre, después de fumarse sus tres paquetes correspondientes falleció repentinamente a los noventa y tres años. Es decir, que las estadístican no siempre aciertan. A mí, amablemente, después de pasarme toda una semana en una maravillosa clínica universitaria de Madrid, me han dicho que de seguir en este plan, con mi vida sedentaria y cometiendo los abusos de rigor con los vicios principales, va a resultar muy complicado que supere los setenta años de vida. Y para alegrarme la existencia, además de prohibirme todo lo bueno, me han pormenorizado lo que mi organismo experimentará en el caso de que incumpla los tratamientos establecidos. He sido tratado familiar y maravillosamente, incluso en la prueba de esfuerzo, que superé con decencia. La prueba de esfuerzo consiste en andar sobre un artilugio rodante a una velocidad de paso que nadie imprime en sus paseos. Si la gente se moviera como en las pruebas de esfuerzo las calles parecerían habitadas por lagartijas asustadas. Esa superficie rodante se va empinando a medida que la prueba avanza, alcanzando un desnivel del 20 por ciento, aproximadamente. Se lo advertí a la encantadora enfermera que probaba mi resistencia: –Señorita, jamás he paseado por lugares tan pindios y empinados. Si me los encuentro, me subo al coche–. Pero no me hizo excesivo caso, si bien sonrió, lo cual le agradecí sobremanera en medio de mi cansancio porque era un cañón de guapa.
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