El tiempo litúrgico que vivimos nos pide reconciliarnos con Dios y con todos nuestros hermanos. La Cuaresma tiene la enorme riqueza espiritual que brota del corazón, tras recibir la misericordia de Dios, que nos invita a pedir perdón con humildad, a El y a los hermanos, del mal que hayamos hecho, para saborear entre nosotros la dulzura de un amor reconfortante y reparador, para estar más dispuestos a compartirlo con el prójimo.
Cuando no vivimos como hijos de Dios solemos tener comportamientos destructivos hacia el prójimo y las demás criaturas–y también hacia nosotros mismos-. Entonces, domina la intemperancia y eso lleva a un estilo de vida que viola los límites de nuestra condición humana, y se siguen los deseos incontrolados que en el libro de la Sabiduría se atribuyen a los impíos, o sea, a quienes no tienen a Dios como punto de referencia en sus acciones, ni una esperanza para el futuro (cf. 2, 1-11).
El poder del perdón de Dios nos proporciona gran paz en el corazón. Cuando uno ha recibido la misericordia de Dios y al mismo tiempo la ha dado a otros —a sus hermanos— , vive este momento como una gracia extraordinaria, un milagro permanente de ternura divina, en el que una vez más la Reconciliación de Dios, hermana del Bautismo, nos conmueve, nos lava con lágrimas, nos regenera, nos restaura a nuestra belleza original.
Ciertamente el perdón restaura la comunión a todos los niveles, así como la gracia de la misericordia de Dios, en la que la Iglesia vive y se alimenta y librándonos de la tentación de la autosuficiencia y la autosatisfacción.
La gran obra del Señor nos transforma. Es una paciente obra de reconciliación, una sabia pedagogía en la que nos corrige y consuela, y nos hace conscientes de las consecuencias del mal hecho, pero sabiendo que decide olvidar el pecado. Por lo tanto, nos invita a no temer los momentos de desolación espiritual, como el que vivió Israel en tantos momentos, sino a vivir esta ausencia temporal de Dios como un don, rechazando al mismo tiempo los caminos alternativos y los ídolos.
Tengamos un diálogo franco con Cristo. El Señor nos purifica y nos va convirtiendo a todos a sí mismo. Él nos hará experimentar la prueba porque entendemos que sin Él somos polvo, como nos recordó la imposición de la ceniza. No maquillemos el alma, nos ha recordado el Papa Francisco. El pecado desfigura, pero la confesión del pecado nos restaura. Liberémonos de la hipocresía, de la espiritualidad de las apariencias. Este es el tiempo para vivir el amor apasionado y celoso que Dios tiene por su pueblo, y para ser conscientes de su papel en la Iglesia. No olvidemos que el espíritu del mal actúa, pero ¡no nos desanimemos! El arrepentimiento es el principio de la santidad. Hay que pedir perdón a Dios y a los hermanos por cada pecado que ha socavado la comunión eclesial y sofocado el dinamismo misionero de la Iglesia, especialmente por los pecados entre los hermanos de nuestra comunidad, por no aceptar la Palabra del Evangelio, por el desprecio de los pobres, el resentimiento, y el escándalo causado por el comportamiento vergonzoso de algunos hermanos nuestros que puede quitarnos el sueño. Sin embargo, volvamos a creer en la guía paciente de Dios que hace las cosas a su tiempo, agrandemos nuestros corazones y pongámonos al alcance de la gracia de la reconciliación. El Espíritu de Dios quiere devolver la belleza a su Esposa, y lo hará si encuentra un corazón arrepentido, arrepentimiento que es el principio de nuestra santidad. No tengamos miedo de poner la vida al servicio de Dios.
La Cuaresma es tiempo de caridad extraordinaria. Ayunar es aprender a cambiar nuestra actitud con los demás y con las criaturas, y nos libra de la tentación de devorarlo todo, para saciar nuestra avidez, nos capacita a sufrir por amor, que puede colmar el vacío de nuestro corazón. Orar nos enseña a saber renunciar a la idolatría y a la autosuficiencia de nuestro yo y a declararnos necesitados del Señor y de su misericordia. Dar limosna es necesario para salir de la necesidad de vivir acumulando todo para nosotros mismos, creyendo que así nos aseguramos un futuro que no nos pertenece, y volver a encontrar así la alegría del proyecto que Dios ha puesto en la creación y en nuestro corazón, es decir, a amarle, amar a nuestros hermanos y al mundo entero, y encontrar en este amor la verdadera felicidad.
El mensaje de Salvación, de Redención y de Amor de Dios son para ti, para cada uno de nosotros. Dios te salva a ti, te redime a ti y te ama a ti. Es más que inspirador. En este desierto, en este combate de Cuaresma, Jesús camina a nuestro lado.
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