Ayer tuvo lugar, en lo que fue el seminario de san Francisco de Paula (Zaragoza), la bendición de una placa conmemorativa que recuerda que allí el fundador del Opus Dei “vivió, se formó y se ordenó”.
En el actual inmueble de la casa sacerdotal de san Carlos, en Zaragoza, tuvo su sede el antiguo seminario de san Francisco de Paula, desde su fundación en 1886 hasta su extinción en 1951. Allí, el 28 de septiembre de 1920, ingresaría el joven seminarista Josemaría Escrivá de Balaguer, proveniente del Seminario de Logroño, y allí permanecería hasta su ordenación sacerdotal.
Para recordar su estancia en ese seminario, la dirección de la actual casa sacerdotal ha querido colocar una placa conmemorativa que recuerda que el fundador del Opus Dei “vivió, se formó y se ordenó” en ese lugar.
La ceremonia de bendición ha tenido lugar este sábado día 1 de diciembre, poco después de las 11 de la mañana. Tras la bendición de la placa se ha celebrado la santa Misa en la iglesia de san Carlos, presidida por don Carlos Palomero, director de la residencia sacerdotal, y en la que ha concelebrado el actual vicario de la Delegación en Zaragoza, don Pablo Lacorte.
San Josemaría y el Seminario de san Carlos Borromeo
En los casi cinco años de su permanencia en el Seminario de san Francisco de Paula[1], Josemaría Escrivá recibió todas las Ordenes Sagradas: el Ostiariado y Lectorado primero; el Exorcistado y el Acolitado; el Subdiaconado (concluido el quinto curso de Teología) y el diaconado, estos últimos en la propia iglesia del Real Seminario. Consta que ejerció el diaconado, por lo menos, ayudando al preste en una Bendición solemne con el Santísimo Sacramento, y dando la Santa Comunión a su madre en la iglesia de San Carlos: éstas fueron las primeras ocasiones en que tocó con sus manos el Santísimo Sacramento. Finalmente, el 28 de marzo de 1925, recibió en ese mismo lugar el Presbiterado de manos de Mons. Miguel de los Santos Díaz Gómara, Presidente entonces de ese Real Seminario Sacerdotal.
Además de los cuatro cursos de Teología en la Universidad Pontificia de Zaragoza, durante esos años, y con autorización de sus superiores eclesiásticos, Josemaría Escrivá inició la carrera de Derecho en la Universidad civil de Zaragoza –se dedicó intensamente a estos estudios, durante las épocas de verano, cuando terminaban los cursos escolares del Seminario–. Pero más allá del curso normal de esos acontecimientos –que el joven seminarista vivió en general como tantos de sus compañeros–, los años que pasó san Josemaría viviendo en san Carlos fueron muy importantes tanto para la firmeza de su vocación sacerdotal como para adquirir una fe inquebrantable. De esa actitud interior y de su honda maduración espiritual durante aquellos años se valdría el Señor para poder contar con él como instrumento adecuado para la fundación del Opus Dei.
Forjador de futuros sacerdotes
Al entonces Rector del Seminario, don José López Sierra, le impresionaron desde el principio la sencillez y la sonrisa amable de aquel joven seminarista. Josemaría tenía una piedad intensa y recia, alegre y atractiva. Poseía además un fino sentido del humor y una serenidad y visión positiva de los sucesos, que ponían de manifiesto su intenso trato con Dios. No fue tan extraño, por ello, que los tres últimos años de su estancia en el Seminario –tras la Tonsura conferida por el cardenal Soldevila– fuera nombrado Inspector Primero del Seminario, labor que desempeñó con gran solicitud y caridad hacia los seminaristas que le habían confiado.
En efecto, don José lo consideraba –según afirmaba por escrito– un forjador de futuros sacerdotes: «su mera presencia, siempre atrayente y simpática, contenía a los más indisciplinados; una sencilla sonrisa, acogedora, asomaba por sus labios cuando observaba en sus seminaristas algún acto edificante; una mirada discreta, penetrante, triste a veces, y muy compasiva, reprimía a los más díscolos»[2]. De este modo, Dios depositó por entonces algo que ya quedaría en el corazón de san Josemaría para siempre: una fuerte inquietud de velar por la formación humana y espiritual de los seminaristas y de los sacerdotes, con el único deseo de que se parecieran más a Cristo.
Al mismo tiempo, Josemaría notaba cómo esa carga gozosa suponía un enorme desafío para un seminarista tan joven como él. Eso, lejos de ser un problema, le llevó precisamente a acudir con más asiduidad al Sagrario y a cuidar vida de oración y de piedad. Un día halló un trozo de cartón, polvoriento y abandonado, en el que, con letras doradas sobre fondo rojo, se leían aquellas tres palabras del cántico de San Pablo a la caridad: “Caritas omnia suffert”. Ese era también el emblema que los seminaristas llevaban en la beca: un sol con rasgos y en el centro la palabra Caritas. El cartoncillo, que tenía visible en su despacho de Inspector, le servía para recordarle que sólo Dios podría darle –y le daría sin duda– esa caridad que tanto añoraba.
Caritas omnia suffert…
Josemaría Escrivá pasaba muchas horas ante el Señor Sacramentado haciendo oración, resguardado por la celosía, en la tribuna de la derecha en la parte superior del presbiterio de la iglesia de San Carlos. En aquellas vigilias pedía fuerza en la lucha ascética, luces en su tarea de gobierno y prontitud en su correspondencia a la gracia. Hasta los pormenores de las anotaciones que hacía sobre los progresos de los seminaristas le servían de diálogo con el Señor. Otros condiscípulos admiraban su oración intensa, el recogimiento, la concentración durante la meditación diaria, en el Seminario y fuera del Seminario. Comulgaba con muchísima devoción, pero sin hacer nada raro.
Fue tiempo de intensa petición para descubrir la Voluntad divina, para entender exactamente lo que el Señor le pedía; suplicaba a Dios, por intercesión de la Virgen Santísima, que le diera las luces y la fuerza necesarias para responder con generosidad, sirviéndole en lo que Él quisiera, como Él quisiera y cuando Él quisiera. “Domine, ut videam!”, le gustaba paladear frecuentemente sirviéndose de las palabras y la actitud humilde del ciego Bartimeo.
Tal fue la intensidad de su petición por entonces, que Zaragoza le evocaría siempre aquellas largas horas de oración, aquellas visitas diarias a la Virgen del Pilar y aquellas noches en vela junto al Sagrario, enraizando su alma en la Eucaristía y disponiéndose para ser instrumento fiel en las manos de Dios para todo lo que Dios le iba a pedir y que aún no conocía. Su súplica podría resumirse en aquella otra jaculatoria –esta vez inventada por él mismo– que tanto le repitió en esos años dirigiéndola a la Virgen del Pilar: Domina, ut sit!; Señora, que sea!
… omnia sustinet
“La caridad todo lo soporta” (1 Cor. 13,7), termina el himno paulino. Pues bien, si todo el himno a la caridad podría aplicarse al futuro santo, Josemaría recibió como gracia especial durante esos años una enorme capacidad de soportar, sostener y cuidar –entonces y ya para el futuro– a las personas que convivieron con él durante esos años y las que poco a poco se irían formando en torno a él durante toda su vida, como hijos suyos espirituales.
Las lógicas dificultades de un muchacho tan joven que en cuestión de pocos años pasó de vivir dependiente y cuidado por el abrigo de una familia tan cristiana como fue la suya, a tener que valerse por sí sólo, sacando adelante una vocación y una llamada cubierta con las brumas de las incertidumbres humanas, no le arredraron. Más bien al contrario, aquellos años de san Carlos le hicieron comprender que las cargas que el Señor iba poniendo sobre sus hombros, Él mismo las sacaría adelante. En ese sentido llama la atención cómo, ante el fallecimiento de su padre ocurrido durante su estancia en el seminario –el 27 de noviembre de 1924–, Josemaría aceptó con enorme fortaleza y serenidad la responsabilidad de atender y cuidar de su madre y sus dos hermanos. Para él, antes que nada, suponía de nuevo una nueva oportunidad para fiarse de Dios y comprender que Dios se fiaba de él: Dios –la caridad– soportará.
Esos son los motivos que hacen tan oportuna esa placa que es mucho más que un simple recordatorio de un hecho histórico. Antes que nada, para todos los sacerdotes que viven y se forman en san Carlos, será un motivo para acudir más y más al Corazón de Cristo, encendido de amor de predilección por el sacerdocio. Durante su estancia en el seminario de san Carlos, el corazón de san Josemaría se dejó inundar de ese mismo divino amor, y sigue sufriendo y sosteniendo (omnia suffert, omnia sustinet) de sus hermanos sacerdotes.
[1] La información sobre la estancia de san Josemaría Escrivá de Balaguer en el Seminario de san Carlos Borromeo puede consultarse especialmente HERRANDO PRAT DE LA RIBA, R., Los años de seminario de Josemaría Escrivá en Zaragoza (1920-1925), Rialp, Madrid 2002.
[2] Carta del Rev. D. José López Sierra, Rector del Seminario de San Francisco (26.I.1948)
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