Los niños no tienen vacaciones. No las tiene nadie. Usted, a lo mejor, no va al trabajo estos días, pero ¿se ha tumbado tranquilamente en el sofá, eh? ¿Cuántas mesas ha puesto ya? ¿Cuántos lavavajillas? ¿Cuántos recados ha salido a hacer? ¿Cuántas dificilísimas conversaciones, como intricadas negociaciones políticas o inflamables cumbres diplomáticas, ha sostenido durante horas en las reuniones diversas? A los niños les pasa lo mismo. No tienen que ir al colegio, vale, pero su educación, en realidad, se intensifica.
Quizá por columnista, tengo vocación de quintacolumnista, es decir, de luchar por lo mío entrelíneas, sin rendirme, pero sin dar cabezazos. Así, soy partidario del cripohomeschooling, esto es, de educar a los niños en casa, pero dejando que vayan al colegio a disimular y jugar entre horas.
Vuelven muy descansados, como es lógico. La educación intensa comienza en casa. No sólo en buenas maneras (siempre pensamos que «buenas maneras» son las nuestras, y que otros o se pasan de chabacanos o se pasan de exquisitos, ¿verdad?) ni tampoco sólo en moral y viejas costumbres, aunque esto es capital. También le enseñamos resolución de conflictos («No os quiero oír pelearos más»), pruebas de supervivencia extremas («Da un beso a tía Merche», etc.), matemáticas prácticas («y tráeme el cambio»), cinematografía, deporte («¡Por Dios, llévate a los niños un rato a dar un paseo», suele ser el pistoletazo de salida), genealogía («Ese señor es primo tercero de tu abuelo»), lectura («Os lo suplico, sentaos un minuto aquí conmigo haciendo como que leéis y dejándome, sobre todo, leer a mí») y lenguaje. Ayer descubrí con indescriptible horror que mis hijos ignoraban el significado de la palabra «simetría». ¿No va a ser necesario el homeschooling? Estoy haciendo un resumen apresurado porque tengo que darles unas clases de moda, o sea, vestirlos para ir a casa de mi suegra.
Lo que quiero transmitir hoy, festividad de San Esteban, protomártir, es que hemos de aprovechar muy bien estos días de trato intensivo con las criaturas porque lo que nosotros no les enseñemos no se lo va enseñar nadie nunca jamás. Protestar es una pérdida de tiempo. Siempre, pero aquí es más grave. ¿No le gustaría enseñar a sus hijos a tener sentido del humor, a ver lo positivo de la vida, a aprovechar las oportunidades únicas y a no dar puntada sin hilo? Esta es, sin duda, la ocasión propicia: sonría.
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