Deliciosa lectura estos días de Estaciones de paso (2015), el diario de Ricardo Álamo (Sanlúcar de Barrameda, 1965). Disfruto su prosa, pienso mucho, memorizo múltiples citas metaliterarias y, entrelíneas, atisbo la vida sentimental de mi discreto amigo. No se puede pedir más.
Sin embargo, él me da más. Nada con tanta emoción como lo que cuenta de su padre, que era ditero, esto es, que vendía, de casa en casa y a cuenta, trajes y otros pequeños bienes a gente humilde. Lo era, además, tan concienzudo, que pudo «sacar adelante con holgura a una familia de seis hijos. De aquel esfuerzo rutinario y de hormiguita pudimos estudiar una carrera yo y algunos de mis hermanos, los que quisieron, y no privarnos de casi nada en unos tiempos en los que la propia profesión de mi padre era un reflejo de la precariedad en la que aún se vivía, a mediados de los años sesenta y siguientes».
Lo más bonito aún viene después. En un libro de Chaves Nogales, Andalucía la Roja y la Blanca Paloma (1935), Álamo encuentra una cita de la que nos anuncia que «habla conmovedoramente -o a mí me ha parecido conmovedor- de la estirpe (sic) de los diteros». Pero ¿qué dice Chaves Nogales, exactamente? «Los diteros recorrían antes la campiña llevando sobre los hombros o a lomos de un borriquillo todo lo que la civilización ofrecía a esta infortunada gente. Baratijas domésticas, que había que pagar a lo largo de los meses y meses dando un real cada semana; apurando toda la capacidad adquisitiva de estas familias». ¿Lo han leído, verdad? Pues así comenta el fragmento nuestro diarista: «No tengo constancia -aunque tampoco he puesto mucho empeño en ello- de otras referencias literarias a la prosaica profesión de mi padre, pero me basta que, con venir de quien viene, se habla de los diteros como de gente que ayuda a civilizar a otra gente».
Lo que más me llama la atención es que un lector tan afilado como Álamo extraiga del texto de Chaves Nogales esa vocación civilizatoria del oficio paterno. Para hacerlo hay que leer esas frases a través de una emoción muy honda y una latente piedad filial. Es la lectura del hijo la que en verdad es civilizatoria. Cuánta admiración y cuánto agradecimiento tácito. Hoy, que celebramos la Sagrada Familia, nos sirve para recordar que la familia sacraliza y ennoblece: a los hijos y a los padres, a los abuelos y a los nietos, en un camino de amor y entrega de ida y vuelta
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