Siempre en torno a estas fechas, es de temer que para hacer coincidir el dato con la Navidad, el Ministerio de Sanidad hace públicas las cifras de abortos del año anterior. En 2017 el número fatídico ha sido 94.123, lo que supone, en un país de supuesta tradición cristiana, uno de cada cinco concebidos. Ni el culto satánico a Moloc hubiera exigido algo así.
Es inimaginable que esta sociedad se cruzara de brazos ante cualquier otra tragedia que atrajera siquiera la décima parte de las consecuencias de este holocausto innombrable, tan incómodo para tantos biempensantes, incluso en los más altos sitiales de la Iglesia, tan silente. Hoy no cabe duda razonable acerca de la condición plenamente humana de las víctimas, del sufrimiento de los fetos despedazados o disueltos químicamente, de las a menudo terribles consecuencias sobre las madres que con más o menos libertad dan el terrible paso, de la carga insoportable que todo ello hace gravitar sobre las relaciones de pareja o familiares cuando no estamos ante sujetos desalmados. La complicidad del silencio, supuestamente para proteger a las mujeres que han llevado a una muerte atroz a sus propios hijos, ha creado una enorme telaraña que es garantía de que la matanza cotidiana seguirá: nadie está dispuesto a admitir que su amiga, su pareja, hija o hermana ha hecho posible, voluntariamente, la muerte de su propio hijo, por lo que es necesario negar contra toda evidencia, o silenciar, que el feto sea una criatura humana, que haya sufrimiento ni secuelas, que el aborto sea un crimen execrable, condenado por todas las sociedades del pasado. Más aún, esa misma lógica lleva a negar cualquier ayuda a las madres que heroicamente sí sacan adelante sus embarazos no deseados, puesto que esa entereza es considerada una acusación contra las abortistas. Y así, sobre un cúmulo de mentiras interesadas y sentimientos sólo en apariencia misericordiosos o solidarios, se normaliza y ampara un supuesto derecho y un infame negocio de muerte.
94.123 españolitos fueron despedazados en 2017 antes de que pudieran ver el primer rayo de luz ni el rostro de sus madres. Muchos habrían celebrado en estos días su primera Navidad y sido la alegría de sus casas. También y sobre todo de aquellos que precisamente les privaron de vivir una vida a la que ya tenían pleno derecho. No es poca pena, pero inevitablemente las tendrán mayores.
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