Fernando García de Cortázar publica Viaje al corazón de España, su libro «más personal y ambicioso»
«Curas y sindicalistas, poetas y tecnócratas, políticos de izquierda o de derecha… Siempre ha habido múltiples ideas de España». Lo que ninguna de ellas hubiera osado jamás, «aunque defendieran proyectos antagónicos», es negar la existencia de la nación española. «Esto está sucediendo ahora por primera vez», afirma Fernando García de Cortázar (Bilbao, 1942), que acaba de publicar una historia de los intelectuales patrios y su idea de la nación, España, entre la rabia y la idea (Alianza editorial).
«La patria se ha reducido a una condición casi exclusivamente administrativa, burocrática», lamenta. Pero García de Cortázar no está dispuesto a quedarse en la queja. Por eso ha publicado un segundo libro, Viaje al corazón de España (Arzalia ediciones), en el que traza un singular recorrido por todas las provincias y rincones del país y se ofrece como cicerone a todo aquel que quiera lanzarse a «gozar este país maravilloso que tenemos», en lugar de «estar continuamente buscando diferencias absurdas entre nosotros».
El viajero (así se refiere a sí mismo el autor) se deleita con los paisajes y paisanajes que va encontrando en su camino, de la Serranía de Ronda a la desembocadura del Miño; con el arte de los museos y en las majestuosas catedrales, o perdiéndose por las calles empedradas en alguna villa extremeña antigua sede de templarios y patria chica de hombres que realizaron gestas ni siquiera antes soñadas en Europa. García de Cortázar rememora anécdotas personales y los principales acontecimientos históricos de cada lugar, de la mano siempre de los grandes poetas y escritores de todos los tiempos que han inmortalizado nuestros pueblos y ciudades (Lorca, Machado, Cervantes, santa Teresa, Unamuno…), desde cuyos ojos hace al lector descubrir fascinantes aspectos desconocidos u olvidados.
El prestigioso historiador jesuita, colaborador de Alfa y Omega, lo define como el libro «más personal» de los ya más de 70 que ha publicado. «Y también el más ambicioso», apostilla. La gran erudición que despliega produce, sin embargo, un resultado en las antípodas del frío academicismo. Se trata más bien de «un canto de amor a España» a partir de los recuerdos de su infancia, de viajes e incontables lecturas… Experiencias todas ellas condensadas en una obra monumental de 900 páginas que pretende promover lo que él llama un «patriotismo cultural y sentimental». «Igual que las familias inculcan la piedad en los hijos –dice–, debemos fomentar el amor a nuestro país, que tiene una historia única, un patrimonio artístico inigualable y una lengua bellísima».
Solo Italia, afirma usted, posee en el mundo un acervo cultural comparable a España. ¿De verdad es así?
En el terreno artístico yo creo que sí. Pero aquí hay bastante más diversidad. Ahora acabo de volver de Bolonia, una ciudad universitaria extraordinaria, aunque si la comparamos con Salamanca no hay color. Salamanca es prodigiosa: tiene dos catedrales, un maravilloso río, un puente romano, todos los estilos artísticos imaginables (el románico, el plateresco, el gótico…). Y la Escuela de Salamanca es la institución cultural más importante del mundo. Yo suelo decir que, para hablar de algo parecido a lo que supuso en la cultura mundial, habría que acudir a la Academia de Platón. Está Francisco de Vitoria, que debería tener una estatua en cada ciudad, y en España casi ni se lo conoce; Francisco Suárez, Juan de Mariana, el Pinciano… La Escuela de Salamanca tiene incluso su expresión poética en fray Luis de León, o economista, con Martín de Azpilcueta… Es dificilísimo encontrar en tan poco espacio de tiempo una tal pléyade de talentos cuyas obras han sido admiradas en todo el mundo; grandes genios, casi todos religiosos, que se encuentran con el descubrimiento de América y la cuestión de los derechos de los indios, y a los que se debe en gran medida también el Concilio de Trento.
¿Qué ha ocurrido para que ese acervo haya caído muchas veces en el olvido?
Quitando la antigua Yugoslavia, hemos tenido la mala suerte de ser el único país que ha tenido una guerra civil importante en el siglo XX, y esto condiciona mucho, sobre todo si se agita como se está haciendo ahora con la memoria histórica. A esto se suma la búsqueda obsesiva que se ha dado desde la Transición para justificar la España de las 17 autonomías. Pero también debe ser un problema que nos acompaña desde siempre, porque ya Lope de Vega se lamentaba en La Dragoneta: «¡Oh patria! / Cuántos hechos, cuántos nombres, / cuántos sucesos y victorias grandes… / Pues que tienes quien haga y quien te obliga, / ¿por qué te falta, España, quien lo diga?». Sobre todo, en estos últimos años, nadie ha cantado las baladas de la nación española. Nos han cantado las baladas de la nación vasca, o de lo que pretende ser esa nación vasca; nos han cantado las baladas de Andalucía y de Cantabria, pero ha parecido que cantar las baladas de España es algo propio del régimen anterior.
Es muy plural esta España a la que canta usted. En sus paseos por Madrid vibra con Boccherini, con Chapí y con Joaquín Sabina; con Larra y con Francisco Umbral…
Este no es un libro de un Petete, sino de una persona que goza con la literatura, con el cine y con la música, también la moderna: me gusta y la combino con la clásica.
Pero se transmite una idea muy inclusiva de nación, en el que el viajero lo mismo busca «los ecos, silencios, olores…» de la Córdoba califal, que se emociona en Mérida donde las piedras gritan que «los españoles somos romanos».
¡Claro que somos romanos! Pero también somos un pueblo de mestizaje, en el que han convivido de forma única las tres culturas del Libro. Por eso, para conocer España, es importante estar abiertos a la curiosidad intelectual, aunque también hay que poner las cosas en su sitio, evitar por ejemplo esa glorificación absurda de Andalucía solo a través de la cultura árabe, cuando Andalucía tiene emperadores y grandes filósofos romanos.
Y están nuestras raíces cristianas.
A mí me indigna cuando oigo negar esto. Indica una falta enorme de cultura. Yo no pido a nadie que rece el rosario, igual que huyo de que se identifique nación con religión. Simplemente exijo que se reconozca que nuestra civilización es heredera del mensaje del Evangelio, que nos ha llevado a la afirmación de los derechos individuales y al pensamiento de la Ilustración. La civilización occidental es probablemente hoy la única que no se defiende a sí misma, quizá por esa especie de cultura multiculturalista que cree que todo es lo mismo y todas las religiones son iguales, pero no lo son. En el caso de España, debemos recordar que esta es nuestra civilización porque así lo quisimos; pudimos haber elegido pertenecer a otra distinta, pero [en la Reconquista] optamos por la cristiandad.
Su idea de patriotismo no cae en el chovinismo ni en la exaltación acrítica. Es ecléctica. Habla de gentes diversas que se reconocen herederas de una patria común y, aun reconociéndola imperfecta, la aman como «territorio de realización de las propias ilusiones».
El patriotismo es inclusivo, no divisivo. Debe transmitir placidez, paz…, a diferencia del nacionalismo, en el que unas naciones se manifiestan contra otras. El patriotismo es un deseo de mejorar el lugar donde has vivido y te has criado, pero sin enfrentarlo a nadie ni cerrarse al resto del mundo. En cambio, los nacionalismos generan división y odio –yo he tenido que llevar escolta durante doce años por defender España–. En otros países de Europa son la pura caverna, pero aquí se les ha dado toda la cancha del mundo.
Presenta el arte e incluso el carácter español marcados por un realismo sin concesiones. ¿A qué cree que se debe esto?
Es verdad, el arte español es el más justiciero. El retrato de la familia de Carlos IV, con un aire decadente, como de fin de raza con los Borbones, sería inconcebible en la pintura inglesa o en la francesa, en las que sus reyes y héroes nacionales aparecen siempre mitificados, sobrenaturalizados (¡allí hubieran hecho decapitar a Goya!»). Frente a una Isabel de Inglaterra presentada como diosa de la justicia, no hay nada de sobrenatural en el retrato de Felipe II, que es el gran emperador del universo pero aparece como un burócrata gris. Somos un país en el que la novela más típicamente nacional es la picaresca, y esto es muy indicativo. Un país que, a pesar de tener un sentido sobrenatural muy acusado y soñar con altos ideales, mantiene los pies en la tierra. Todo esto es claramente herencia de nuestra tradición católica.
Más que realismo, ¿no hay a veces cierto catastrofismo?
Sí hay un sentido pesimista fuerte, que nace quizá de que el poeta se hace mucho más grande en el dolor que en la gloria. Si acudimos a Quevedo y leemos «Miré los muros de la patria mía…» pensamos que describe un país en decadencia, pero la realidad es que cuando se está recitando ese poema España es todavía un país hegemónico. Algo similar sucede con el 98, que inspira tanto dolor, cuando la realidad es también que el país tiene una gran capacidad de recuperación desde el punto de vista cultural.
Llama la atención el relato que hace de grandes perdedores de la Historia de España [título de un libro anterior del autor], desde Boabdil a Azaña, pasando por el duque de Osuna o Godoy, que aman su patria pero mueren profundamente desencantados.
Lo peor sería la indiferencia. «Me duele España», decía Unamuno. Pero la amaba profundamente. Incluso es sorprendente que este bilbaíno que tuvo problemas con las autoridades eclesiásticas escribiera el maravilloso El Cristo de Velázquez, que yo siempre llevo conmigo cuando visito El Prado, y comparo a Unamuno con T. S. Eliot, el gran poeta de habla inglesa.
«No todo pasado fue mejor», dice usted.
Por eso he escrito este libro. Los historiadores debemos servir para mejorar el presente, no para estar llorando el pasado. Y creo además que un tren de alta velocidad o un gran edificio del siglo XXI pueden ser una manifestación del arte y la belleza. En muchos aspectos, claramente, en España hemos mejorado en los últimos años. Sin embargo, lo que advierto a la vez es de que se está convirtiendo en un erial cultural, con mucha mayor rapidez que otros países europeos, y muchos españoles se han vuelto algo así como apátridas, quizá porque les han dicho que ser patriotas es peligroso. Yo pertenezco a los últimos de Filipinas, no nos engañemos. Me formé en una cultura humanista, con latín y griego. Hoy en los institutos ya no se lee a Gracián, que es todo un bestseller en Estados Unidos.
¿El nacionalismo se cura leyendo?
No lo creo. Y tampoco viajando. Tenemos ejemplos muy claros de que la cultura a veces no ha hecho mejor a las naciones. Los nazis no eran precisamente unos incultos. Dependerá del tipo de lecturas. Lo que sí defiendo al animar a los padres para que eduquen a sus hijos en este conocimiento sentimental de España es que unas buenas lecturas nos acompañan en nuestra soledad y en los paseos por nuestras ciudades; enriquecen nuestras relaciones amorosas y también las espirituales, que se alimentan de lo que han escrito los grandes poetas místicos. Se rompe la monotonía con nuevos alicientes y así la vida se enriquece.
Ricardo Benjumea
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