Miguel narra su historia salpicada de cante y relatos, como un juglar que no deja que el drama tome cuerpo, y sacude la tristeza con una bulería o un chiste. Lleva 20 años de calle en su petate, pero en algunos gestos solo hay inocencia de niño que se deja sorprender. Resulta milagroso y paradójico, tanto como que ahora trabaje de jardinero y se esfuerce por recoger las hojas que caen de los árboles y dejar la calle niquelá, como dice él lleno de ternura
Durante 20 años Miguel vivió la Navidad a la intemperie. Ese fue su único hogar en dos décadas. Y ahora, cuando le preguntas por ella, solo dice que echará mucho de menos a sus familiares difuntos. Como la gran mayoría de las personas. Como si la herida de la calle no hubiera hecho mella o, mejor dicho, como si esta le llevara de la mano a lo más sencillo e importante de la vida.
¿Cómo puede una persona quedarse sin lo más esencial, un hogar al que volver cada noche?
Mi madre murió cuando yo tenía 11 años y empecé a escoger el camino malo. Hacía novillos e inhalaba pegamento. Con 15 años ya me inyectaba heroína. Claro, para eso robaba a mi padre… Me tuve que ir de casa. Vivía entre el colegio y el metro.
¿No echabas de menos tu casa?
Te habitúas a la calle. Cuanto más tiempo pasa, más difícil es salir. He estado de los 15 a los 36 años… Mi hermano también vivía en la calle. Él habría podido ser la persona que tirara de mí, pero tenía un problema de adicción con el alcohol.
¿Qué te salvó entonces?
Un día ya no podía más y solo me acordaba del teléfono de mi tía Lili. Llevaba 15 años sin ver a mis hermanos. Cuando descolgó le dije que si estaría dispuesta a ayudarme y ella preguntó: «¿Quién eres?». Al decirle que era su sobrino Miguel me confesó que creían que estaba muerto. Vino a por mí y al verme se echó a llorar. Me llevó a un centro de desintoxicación y así fui caminando hasta salir.
Imagino que no fue fácil…
Al principio solo quería dinero. Mi tía, que es muy lista, me lo daba cada vez que acudía a la consulta. Un día apareció con mi hermana. No la reconocí. Cuando me dijo quien era nos abrazamos y lloré. Eso me dio fuerzas para tirar adelante. Me entraron tantas ganas de vivir que no paraba de hacer ejercicio y comer. ¡Se me había olvidado a qué sabían los macarrones! Y mi tía, para seguir fortaleciéndome, trajo a mi hermano mayor, que me llamaba de pequeño el huella porque decía que le seguía siempre a todos los lados… Eso también me ayudó mucho.
Para ti ¿qué es la familia?
No habría salido si no es por ellos. Cuando tenía 17 años me dijo mi abuelo: «De lo que has hecho en tu vida no te arrepientas. Si lo has hecho mal, lo cambias, pero ya está». Nunca se me olvidará. Me conocía bien, sabía que con esa culpabilidad sobre mí no podría avanzar.
¿Qué valoras de tu vida ahora?
La primera vez que metí la llave en la cerradura de mi casa, o el día que fui a un restaurante por primera vez y me dijeron: «¿Qué desea el señor?» ¿¡Qué señor!? ¡Se referían a mí! Por esa razón, y miles más, no volvería a la droga y a la calle en la vida… La primera vez que me duché después de un año me puse a reír y a llorar a la vez… Y por supuesto, Paloma, mi novia. Yo no puedo recaer por ella. Ella es lo mejor de mi vida.
¿Cómo miras tú ahora a los vagabundos?
Me fortalece ayudarlos. Ahora soy yo el que puedo ayudar. Cuando veo a alguien en la calle le compro un bocadillo y me quedo una hora hablando con él. Quizá no lo sabéis, pero el vagabundo espera más hablar contigo que el bocadillo. Porque lo peor de la calle es la soledad.
Y a Dios, ¿le puedes mirar?
Siempre me he refugiado en Él. Mi Dios es Jesús. Lo que ha hecho que creyera en Él son dos cosas: perder a los padres tan pequeño y tener tanta soledad. Mi 100 % no lo metí en la droga, siempre hubo un porcentaje que era para Dios. He estado vagando por las calles muerto de sed sin saber dónde encontrar una fuente, y empezaba a hablar con Dios durante horas por la noche hasta que sin darme cuenta la encontraba. Ahora parecerá una tontería, pero cuando lo vives, tienes la certeza de que Dios te está cuidando. Cuando estuve en Málaga lo pasé muy mal porque no tenía trabajo. Muchas noches me iba a llorar a la playa, allí veía las estrellas más cerca y así sentía a Dios. Oía una voz interior que me decía: «Miguel, tú vales mucho». Dios es muy grande. En ese momento me llamaron de la Fundación Integra y me dijeron que si iba ya tenía un trabajo. Y aquí estoy.
Rocío Solís
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