Pintamos la postal de la Navidad como un continuo ho, ho, ho, con el padre de vacaciones en el papel de un papá noel jocoso. Pero estos días me parezco más a un Moisés bajando furioso con las tablas de la ley. No hago más que repetir mandamientos a mis hijos. "¡No se dice 'me aburro', tampoco 'no me gusta', ni 'wáter'"… E insisto en la prohibición terminante de decirse entre ellos "calla la boca".
Podría parecer que me fastidia por la redundancia, como "subir arriba" o "entrar adentro". Incluso yo había supuesto eso hasta ahora. Pero me ha levantado la perdiz notar que lo de "callar la boca" me irrita bastante más que lo de "bajar abajo". La impertinencia estriba en que el que exige que otro "se calle la boca" está sugiriendo que puede pensar lo que quiera o entregarse a su monólogo interior con fruición; mientras que no haga ruido y no moleste, da igual. Implica, por tanto, una profunda indiferencia hacia lo que el otro piensa o siente y por la búsqueda de la verdad.
Siguiendo ese hilo, podría hacerse toda una teoría del poder. El "calla la boca" suena a orden arbitraria y lo hace más, paradójicamente, por su propia externalidad. Si quisiera cambiar el pensamiento del interlocutor, ya no podría ser un imperativo. La fuerza va por fuera. El "calla la boca" es la censura que aplica el pequeño déspota que es cada niño. Empieza uno así, y termina como Cifuentes, poniendo multas a quien se atreva a disentir de su ley de adoctrinamiento LGBT.
Por esto, cuando leyendo a mis hijos Superzorro de Roald Dhal, me encontré con que uno de los pastores malvados y sucios decía "Calla la boca", me dije ésta es la mía. Interrumpí la lectura, levanté el índice y exclamé: "Roald Dhal se ha equivocado, usa una expresión incorrecta".
"No", replicó mi hijo. "¡¿Cómo?!", contraataqué. "Pues porque lo dice el granjero malo porque es un bruto". Oh. ¡Mi hijo me escucha! Y no sólo demostraba que había aprendido mi persistente lección, sino que me daba otra, mucho mejor, de metaliteratura, que no sé dónde la habrá aprendido, con sus cinco años. Hay incorrecciones que son extraordinariamente expresivas y, por tanto, perfectas desde el punto de vista narrativo. No expliqué nada de eso, naturalmente, sino que, con un nudo en la garganta, me callé la boca, y continué leyendo. ¿Quién me iba a decir que mis estrictas navidades mosaicas iban ser más emocionantes que el ho, ho, ho de la postal, eh?
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