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En la Festividad de Todos los Santos
Los católicos celebramos la fiesta de Todos los Santos el 1 de noviembre y el Día de los Difuntos, al día siguiente. No celebramos “Halloween” ni creemos en fantasmas, brujas ni supercherías por el estilo. Nosotros no celebramos la muerte: celebramos la vida.
Hace un tiempo, rezando ante el Sagrario, me di cuenta de que Cristo nunca está solo dentro de su Tabernáculo. No es cierto eso que dicen de que tenemos que ir a visitarlo para que el Señor no esté solo. Cristo nunca está solo. Donde está Cristo, está su Padre y está el Espíritu Santo. Y donde está la Santísima Trinidad, allí están sus ángeles y sus santos, contemplando su gloria y alabando su Santo Nombre. Donde está Cristo, está el Cielo. Y el Sagrario de cada Iglesia es la puerta que nos acerca el Cielo a la tierra. Cuando rezamos ante el Sagrario, cuando adoramos al Santísimo, nos unimos a toda la corte celestial que alaba y adora permanentemente al Señor Resucitado. Allí están mis santos: San Francisco de Asís, Santa Teresa de Jesús, Santa Clara, San Juan Bautista de La Salle, San Juan Bosco, San José de Calasanz, el Santo Padre Pío, San Juan Pablo II, San Ignacio de Loyola, San Francisco Javier, San Francisco de Borja, Santo Tomás Moro, San Agustín, Santo Tomás de Aquino; los Santos Apóstoles: San Pedro, San Pablo, Santiago, San Juan; Santa Teresita del Niño Jesús, Santa Bernardette Soubirous, Santa Teresa Benedicta de la Cruz, San Maximiliano Kolbe, Santo Domingo… Y, claro está, en un lugar privilegiado está nuestra madre: la Santísima Virgen María.
Y allí, frente al sagrario, puedo pedirles a todos los santos y los ángeles que intercedan por mí para que el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo me haga santo y así, algún día, poder merecer por su gracia la gloria de la salvación.
Y allí puedo pedir por mis amigos ya fallecidos para que el Señor tenga misericordia de ellos, les perdone sus pecados y les lleve a la vida eterna: Gaspar, José Ignacio, Miguel Ángel, Emma, César Luis… Y también le pido al Señor por mis familiares difuntos: por mi abuela Eloísa, por mi abuelo Rogelio, por mi abuelo Xico, por mi abuela Josefa; por mis tíos ya fallecidos: Bernardo, Alicia, Paco, María Luisa, Ángeles, Pedro, Carmen, Josefa, Ponciano… Tengo a tanta gente a la que quiero tanto esperándome en el Cielo… Estoy seguro de que algún día – cuando Dios disponga – podré volver a encontrarme con mi abuela Eloísa, a la que tanto quiero, y al resto de mi familia y a tantos amigos míos a los que amo entrañablemente y que ya me han precedido en el más allá. Incluso espero que mi perro Tim venga moviendo el rabo a lamerme las orejas, poniendo sus patas en mis hombros (esto no sé si será muy ortodoxo, pero yo no pierdo la esperanza porque yo lo sigo queriendo mucho).
Cuando rezamos ante el Santísimo nos unimos a todos los santos y a todos los ángeles que lo sirven y lo adoran. Cuando celebramos la Eucaristía, cada vez que lo hacemos, todos los santos y los ángeles rodean el altar para adorar al Señor, que se hace presente realmente en el Pan y el Vino consagrados. No los vemos con los ojos del cuerpo. Pero si miráis atentamente con fe, allí veréis una multitud incontable de santos que adoran de rodillas al Cordero. Los narnianos lo sabemos muy bien. Hay que tener una mirada sobrenatural para poder contemplar lo que los ojos no ven. Pedidle al Señor la fe para que os abra los ojos. Esto debe de ser lo que confesamos cuando decimos en el Credo eso de que “creo en la comunión de los santos”.
Termino con un texto que algunos atribuyen a San Agustín; otros, a Santa Mónica; otros, a Henry Scott Holland; y algunos, a Charles Péguy. No sé exactamente quién es el autor, pero merece la pena leerlo. A mí me llena de esperanza en estas fechas en las que nos disponemos a celebrar la Fiesta de Todos los Santos y el Día de los Difuntos:
El amor no desaparece jamás. La muerte no es nada. Sólo he pasado a la habitación de al lado. Yo sigo siendo yo, vosotros sois vosotros. Seguimos siendo lo mismo que somos los unos para los otros. Llamadme con el nombre que siempre me habéis dado. Hablad de mí como siempre lo habéis hecho. No uséis un tono diferente. No pongáis voz solemne ni triste. Seguid riendo por lo que nos hacía reír juntos. Rezad, sonreíd, pensad en mí. La vida es lo que siempre ha sido. El hilo no se ha cortado.
¿Por qué iba a estar yo fuera de vuestra mente? ¿Sólo porque no me veis?
Os espero; No estoy lejos, sólo al otro lado del camino.
¿Veis? Todo está bien.
No lloréis si me amabais. ¡Si conocierais el don de Dios y lo que es el Cielo! ¡Si pudierais oír el cántico de los Ángeles y verme en medio de ellos ¡Si pudierais ver con vuestros ojos los horizontes, los campos eternos y los nuevos senderos que atravieso! ¡Si por un instante pudierais contemplar como yo la belleza ante la cual todas las bellezas palidecen!
Creedme: Cuando la muerte venga a romper vuestras ligaduras como ha roto las que a mí me encadenaban y, cuando un día, que Dios ha fijado y conoce, vuestra alma venga a este Cielo en el que os ha precedido la mía, ese día volveréis a ver a aquel que os amaba y que siempre os ama, y encontraréis su corazón con toda su ternura.
Volveréis a verme, pero transfigurado y feliz; no ya esperando la muerte, sino avanzando con vosotros por los senderos nuevos de la Luz y de la Vida, bebiendo con embriaguez a los pies de Dios un néctar del cual nadie se saciará jamás.
Enjugad vuestro llanto y no lloréis si me amáis. La muerte no es nada.
AMÉN
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