ACN-20150126-18665_75b04El evangelio de san Juan habla del grano de trigo. A veces nuestro granito de arena es, en realidad, un grano de arroz, o un puñado entero. Ese que se cuece en apenas veinte minutos y al que en los restaurantes de la Gran Muralla saltean con tres delicias. Sin embargo, la verdadera vida detrás de la muralla, del gigante asiático de las olimpiadas de Pekín, y de los rollitos de primavera es para muchos una gran desconocida. Mucho más aún, la vida de la Iglesia que allí padece, a prueba de fe, esperanza y caridad: las tres delicias sin las que el arroz no tendría sabor ni sentido. Es tan delicada la situación de los católicos en China, que para no poner en peligro a muchos de nuestros hermanos, tenemos que cambiar u ocultar su identidad cuando le damos a la tecla o hablamos de ellos. Así son las cosas y no siempre así las contamos.
Sobre China cae una muralla de silencio espeso, incómodo, pero con el que nos hemos acostumbrado a vivir. Como en un grito, tan angustioso como esperanzado, el Cardenal Zen, nos pide que recemos, que recemos mucho “para que los católicos en China perseveren, para que los que duden se mantengan fuertes y para que los débiles y aquellos que se han equivocado, vuelvan”.  Y como en los tebeos de Asterix, hay una comunidad, en este caso silenciosa, que resiste en una esquina invisible del mapa. A pesar de los esfuerzos del Gobierno por crear una iglesia independiente, controlada por la Asociación Patriótica China, bajo el principio de “amor a la patria, amor a la iglesia”, muchos católicos fieles a Roma resisten en clandestinidad, desafiando al Partido, que entiende el catolicismo como “la quintaesencia de Occidente” y al Vaticano y al Papa como “potencias extranjeras” que pretenden inmiscuirse en los asuntos internos.
La Santa Sede no desiste. Ahí anda Francisco, detrás del telón rojo, entre bambalinas, con la prudencia y la sabiduría que requiere una situación así. En el recuerdo vivo tenemos aún la memorable Carta de Benedicto XVI, en 2007, a los obispos, presbíteros, personas consagradas y fieles laicos de la Iglesia católica en República Popular. “Deseo, pues, haceros llegar a todos vosotros las expresiones de mi fraterna cercanía. Intensa es la alegría por vuestra fidelidad a Cristo Señor y a la Iglesia, fidelidad que habéis manifestado « a veces también con graves sufrimientos », ya que Dios « os ha dado la gracia de creer en Jesucristo y aun de padecer por él”. Y en el recuerdo ardiente tantos y tantos testimonios, como el del longevo monseñor Meng, que falleció a los 103 años, que permaneció siempre fiel a la Santa Sede, y que pasó 25 años en los campos de trabajos forzados del régimen comunista. Uno más, pero ninguno igual, entre tantos panes y peces que se multiplican.
La Fundación de la Santa Sede, Ayuda a la Iglesia Necesitada, mantiene viva la llama de la oración, no deja que nos olvidemos. Apenas pasamos el umbral de la puerta de su sede, en la calle Ferrer del Río, en Madrid, y nos golpean en la conciencia las fotos de nuestros hermanos perseguidos. Nos llevan de aquí para allá, de Irak a Siria, de Tierra Santa a China para recordarnos, en palabras de su Director en España, Javier Menéndez Ros, a esa Iglesia heroica que sobrevive en silencio. “Los católicos chinos tienen una fe fuerte pero sencilla, que se ha transmitido de forma oral durante generaciones sin tener apenas medios materiales o espirituales. Una fe que sobrevive pese a la escasez de vocaciones y a las grandes carencias formativas de los religiosos, y que se mantiene viva con hechos tan sencillos como una cruz escondida en el jardín que ha pasado de padres a hijos durante décadas”.
Ayuda a la Iglesia Necesitada los sostiene y nos pide ese granito de arena, o de arroz, para colaborar en el plato. Desde 1962 ofrece apoyo material y espiritual, construye y restaura templos, como el Hebei, en el norte del país, la provincia china con mayor número de católicos (millón y medio) y también el territorio que sufre una mayor persecución. Allí hay católicos desde las misiones de los jesuitas en el siglo XVI y allí sigue la Iglesia, en medio de la cruz, echando una mano para construir una iglesia nueva y más grande. Formación, manutención, ladrillos para iglesias, coches y bicicletas para llegar donde nadie más llega. Orando y laborando, como Dios manda. Mientras, China, la todopoderosa potencia económica, el paraíso turístico de las mil máscaras, sigue siendo tierra de mártires. Podemos seguir mirando para otro lado o echarle salsa y delicias al arroz. Con 8 euros sostenemos a un sacerdote en su tarea diaria; con 50 construimos 1m2 de una nueva iglesia; y con 100 les damos tres meses de formación a seminaristas, religiosos y laicos.
Se puede colaborar en ayudaalaiglesianecesitada.org, o echando las redes con el hashtag #migranitoxchina. Y siempre, formándonos, informándonos e hincando las rodillas ante Él, nunca ante otro.