Hemos recibido un don exigente. Jamás os canséis de ser misericordiosos. ¡Por favor! Tened esa capacidad de perdón que tuvo el Señor, que no vino a condenar sino a perdonar. Tened misericordia, ¡mucha misericordia! Al fin de la vida os preguntará Nuestro Señor ¿qué hiciste con mi misericordia? ¿Qué pasó con tu talento? ¿Lo enterraste? ¿Te dio miedo y lo escondiste? El regalo de la vocación es para llenar el mundo del amor de Dios. “¿Cómo le pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?”, preguntaba el Salmo 115. La respuesta es invocar su nombre y alabarle haciendo de la vida una entrega, un sacrificio que le glorifique, “cumpliendo mis votos en presencia de todo el pueblo”.
Recordad siempre que no sois dueños de la doctrina. Se trata de la palabra de Jesús, y debéis ser fieles a la enseñanza del Señor, que es vida. Pero esto quiere decir también que para instruir hay que entrar en diálogo con las personas para llegar a convencerles con la verdad de Dios. ¿Qué espera entonces de vosotros el Maestro? Sencillamente que seáis evangelizadores que no huyen de los problemas ni rehúyen a las personas, no de los que se duermen pensando que “cumplen” ya su “oficio” por predicar o dar catequesis, sino que seáis capaces de abrir constantemente nuevos caminos saliendo al encuentro de las personas iluminándolas con la fe. De vuestra iluminación debe nacer una conversación con el Señor, abierto a un trato de amor.
Sed expertos en comunión. La Misa nos invita directamente a comulgar, y la comunión es el bien más preciado de la fe, y, por esto precisamente, el más atacado y vulnerado. Sed ministros de unidad haciendo de la Iglesia una familia unida por la fraternidad, con profunda experiencia de misericordia y perdón. Sed padres de familia, hermanos de todos, capaces de vivir en el amor y fomentar a toda costa la unidad. Sin ella no somos creíbles para el mundo. Es imprescindible valorar todos los carismas y buscar a todas horas una sincera sinergia entre todos, donde se perciba la presencia eficaz del Espíritu Santo que nos une en su amor. No tengáis más anhelo que éste: que la Iglesia sea casa y escuela de comunión (cf. NMI Juan Pablo II). Cuando lo palpéis recogeréis el fruto del testimonio y del gozo de ser de Cristo. También en la reciente Encíclica Laudato si el Papa nos llama a hacer del mundo entero una familia unida que vive en el mundo entendido como una casa común. El cuidado de la creación está reclamando vivir en comunión con gratitud y amor, como hijos, no como dueños. En el fondo nos invita de nuevo a una gran revolución que no llegará si no aprendemos a vivir en la relación fraterna de discípulos del Señor, que es lo propio nuestro, lo cristiano.
Id a las periferias, salid de vosotros mismos Si el Espíritu nos envía “a consolar a los afligidos, a cambiar su abatimiento en cánticos…” (cf Is 61,2), uno no puede replegarse en la propia comunidad o entre sus amigos. La cercanía a los pobres y necesitados nos exige salir de nosotros mismos y acercarnos con creatividad en la vida de oración, en la catequesis, en el Primer Anuncio, etc. No os refugiéis en esas respuestas consabidas que parecen decirlo todo, pero que no responden a las cuestiones que inquietan a la gente. Salid de las rutinas como auténticos apóstoles, pues os esperan las familias, los jóvenes, los pobres y los ricos, los tristes y los vacíos, y reclaman una respuesta en su idioma, lo que les pueda saciar, la novedad de Cristo.
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