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Opinión
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La intolerancia de la tolerancia
La tribuna
La intolerancia
de la tolerancia
manuel Bustos Rodríguez
SEGURO que el lector recuerda
aquel eslogan de Mayo del 68 que dio la vuelta al mundo: "Seamos
realistas, pidamos lo imposible". Transcurridas ya varias décadas, el
mensaje parece hoy más vivo que nunca. No en vano somos todavía hijos de aquella
revolución, para muchos inacabada. La reciente huida en algunos países europeos
hacia las irrealizables utopías populistas así parecen confirmarlo.
La filosofía subyacente a dicho eslogan es vieja, si bien, con motivo de la
crisis económica que ha recorrido Occidente ha cobrado nuevo vigor. Su
fundamento es la negación de la realidad, porque se ha decretado que no existe.
Antes bien es producto de una cultura y un tiempo histórico determinados. La
realidad la creamos nosotros mismos y, por lo tanto, basta la voluntad humana
(más bien la de unos pocos) para modificarla, darle incluso la vuelta, y
proponerse luego a las masas como verdad absoluta. En otras palabras, la
realidad sería como la plastilina: moldeable y abierta a mil y una
posibilidades, no limitada por la naturaleza ni por autoridad alguna ajena a mi
voluntad.
Y no se trata sólo de la realidad física, sino de aquella que conforma el
ámbito de lo inmaterial (la moral, la estética, las costumbres, la religión).
Lo cual coloca lo humano en una permanente indefinición, pues son precisamente
tales aspectos los que orientan las conductas, informan la visión que se tiene
de uno mismo y de los demás, expresan las manifestaciones artísticas y
culturales y definen el sentido último de la existencia.
Nadie podrá negar que, desde aquella época cargada de significado, se ha ido
imponiendo con rapidez como verdad absoluta la inconsistencia de todo, desde
los valores morales a las creencias religiosas, pasando por los sistemas
políticos y la propia ley natural. Es lo que solemos identificar como
relativismo. Se disfraza con frecuencia de tolerancia y diálogo para hacerse
más digerible, puesto que ambos son valores comúnmente aceptados entre
nosotros.
Sin embargo, en el corazón mismo del relativismo surge paradójicamente la
ortodoxia, la norma, el dogma de obligado cumplimiento. Una ortodoxia que
discrimina entre lo propio, que ha dejado de ser relativo y opinable, y lo
ajeno, combatido con todo vigor, y mediante apelativos con fuerte carga de
rechazo, tales como los de xenófobo, intolerante, homófobo, fascista u otros.
Este tipo de ortodoxia es hoy poderosa y amenaza con barrer la discrepancia.
Gracias a los riesgos que comporta no seguirla, se consigue un alto grado de
aceptación de los nuevos dogmas entre las masas, así como la difusión entre
ellas de conductas que hasta hace no mucho, en línea con la larga experiencia
de los pueblos, se consideraban rechazables, cuando no reprobables.
A la inercia, la comodidad, el temor al compromiso crítico tocará luego actuar
para que las actitudes y las ideas que se quieren inculcar acaben siendo
dominantes. La sensación de que lo antaño orientador y valioso debe ser
arrojado al baúl de los trastos inútiles y que los tiempos poseen sus propias
exigencias de cambio ha tomado cuerpo. Veamos si no los comportamientos de
muchas personas mayores, ávidas por resarcirse de las normas en que fueron
educadas, al considerarlas ahora inauditas cortapisas, producto del engaño
padecido en su juventud.
Tal concurrencia es la que, a día de hoy, permite una aceptación social, a
veces insensible, pero cada vez más vigorosa, de fenómenos pertenecientes al
paquete de la ideología de género (transformación del lenguaje, orientación
sexual opcional, igualación legal de convivencias afectivo-sexuales al margen
de su diferente aportación al bien social, antinatalismo, etc.), una de las más
nocivas que haya conocido la Época Contemporánea, al igual que la penalización
consiguiente de quienes se atrevan a denunciar abiertamente sus contenidos.
Sin embargo, dentro de esta lógica, deberíamos comenzar ya a aceptar y, por
tanto, a liberalizar otras conductas todavía perseguidas como la pederastia, la
poligamia o la poliandria por sólo citar algunos casos, que cuentan ya con un
cierto número de usuarios, y no tardarán mucho en ser reivindicadas con todo
derecho. Porque, ¿dónde ponemos el techo y con qué argumentos?
Ciertamente no corren buenos tiempos para el regreso a la razón, cuando el
nihilismo parece invadirlo todo, anulando cualquier capacidad de respuesta. Sin
embargo, qué duda cabe, corresponde defenderse y hacer surgir espacios
alternativos, donde pueda anunciarse la existencia de una realidad en la cual
no se comprometa la verdad subyacente de las cosas, donde se guarde una sana
ecología humana, que va más allá del mundo animal y vegetal, y donde la ley no
acepte propuestas ideológicas propiciatorias del deslizamiento del ser humano
hacia prácticas que terminen por volvérsele en contra. Es preciso recuperar el
buen sentido.
Manuel Bustos Rodríguez
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