Cuando lo sensitivo de la subjetividad importa más que la falta objetiva
Por: Cardenal Paul Poupard | Fuente: Consejo Pontificio de la Cultura | 22 de Junio, 2015
EMMO. Y RVMO. SR. CARDENAL Paul Poupard
La misión de los Centros Culturales Católicos
La emoción
Esta voz, viene empleada de modo preferencial por el sector juvenil de la sociedad. La emoción es el nuevo nombre de la “evidencia”. Cuanto más intensa es la emoción, tanto más fuerte es la certeza de la “verdad” experimentada. La emoción dentro del campo epistemológico, toca dos vías de conocimiento, el empírico o experiencial y el subjetivo o racional. La emoción abre de alguna manera detrás de sí un efecto objetivo, una sensación irrefutable, cuya verificación en cambio, es campo casi exclusivo de la subjetividad; cuyos datos vienen de este modo asignados a eventuales producciones internas. La aplicación o identificación de las causas de tal efecto, de sus consecuencias y de sus límites permanecen en la elaboración circunstancial e interna del sujeto.
Culturalmente las manifestaciones afectivas entre familiares, amistades o parejas de prometidos, para no hablar de algunos lamentables espectáculos urbanos, han tenido un notable crecimiento en la exterioridad pública. Dejando de lado la dimensión moral de estas expresiones, las caricias como formas publicas de socialización, expresan otro indicio de esta nueva forma cultural occidental de generar de modo sensorial emociones que muestren con cierta velocidad y sin dilación, el estado interno de la persona.
La palabra emoción se ve en muchos campos polarizada a dos estados casi antagónicos: la depresión, como ausencia de una carga estimulante para vivir, y el placer, realidad de intensa gratificación sensorial, que abruma la inteligencia con el peso intenso de un presente armónico, con un deseo insaciable de felicidad que comienza a ser satisfecho.
De este modo, la emoción no sólo viene conectada con la epistemología moderna, sino con la ética, “conocer el modo menos doloroso y más veloz de gozar un instante, se vuelve una máxima sapiencial de nuestra era”. Lo fugaz, lo contingente, la veleidad, deviene principio absoluto de veracidad y bondad. Lo transitorio sustenta ahora la estructura de la razón y de la voluntad, y el ser, la entidad, no aparece sino exclusivamente en los rasgos del sentir. Los bienes inmediatos y verdades pasajeras conforman ahora el paisaje de lo contemporáneo, un paisaje tanto polifacético como absurdo.
La eternidad como trascendencia de toda veleidad, no requiere ni siquiera ser negada, ya que no entra en el campo conceptual del lenguaje contemporáneo, no es sino a lo sumo un arcaísmo figurativo para hablar de indeterminación, o en términos emotivos, una sinónimo de aburrimiento perfecto.
La inmortalidad existe precisamente en la convicción individual de un indeterminado presente de permanecer igual, mientras no llega la experiencia violenta de un ser querido, que modifica la certeza de no verle más, precisamente porque esa persona murió, mientras que el yo jamás morirá, “estoy condenado a ser inmortalmente solo”.
Una vez que el concepto de eternidad ha sido extirpado del horizonte lingüístico y consciente de la mentalidad dominante, es posible caminar con paso libre a la nulificación de la historia. Lo fugaz, lo efímero, no dejan lugar a la continuidad, la fragmentación cronológica de la vida humana, carente de cualquier sentido objetivo viene superada por la absurdidad del instante, permaneciendo como único medicamento, el paliativo de la “sugestión” o la alienación fantasiosa de lo sublime, cuyas “emociones místicas” viene a reivindicar el desprecio que sufriera durante las tres décadas pasadas.
La forma regular de vida burguesa o anquilosada, ha llevado a nuestras sociedades a inventar juegos y diversiones que rayan en lo temerario o grotesco. Tirarse de una altura de más de 20 metros con caída libre para ser luego levantado como un muñeco de trapo por una liga, simulando o provocando la sensación de la muerte, no puede ser visto como indiferente o ajeno a esta forma cultural de tedio de la vida.
La depresión como enfermedad o como estado anímico, viene pesada con este criterio de la emoción. La incapacidad de ofrecer una estructura perseverante ante este mal endémico de nuestra época, cuyas expresiones se confunden con los rasgos de una sociedad adicta, que busca en la “terapéutica” una plataforma gratificante del sentido de la vida.
Al colocar la emoción como criterio de veracidad, las caricias reemplazan a la fidelidad y la honestidad reciba el relevo de la oportunismo. Se puede decir, que el hombre y la mujer contemporáneos se perciben a sí mismos como realizados, cuando la intensidad de las emociones gratificantes rebasa en su duración, el impacto de las sensaciones de insatisfacción, frustración o fracaso. No es el fracaso en su objetividad lo que más agobia, cuanto la sensación de dolor de la que se pretendía escapar la que destruye. Lo sensitivo de la subjetividad importa más que la falta objetiva.
De este modo el hombre moderno, sediento de vida, nada en una pecera donde la únicas opciones de sobrevivencia son la alineación idealista de tipo religioso, o el cinismo hedonista, que tarde o temprano arrastra al suicidio fisiológico o existencial.
No es extraño entonces que el criterio dominante en la elección de la religión, sea precisamente la emoción, fuente de verdad, bien y trascendencia, entendiendo como trascendencia la mera exteriorización de la interioridad, y no como paso o apertura a una realidad radicalmente diversa o externa.
Los efectos de esta fragmentación polivalente, de rasgar la vida con placer o depresión, son la absurdidad de la existencia y la tristeza profunda de la vida; el cansancio y desilusión de un placer que tarda más en ser conseguido que en ser disfrutado es injusto e inhumano. De alguna manera el ciclo letal de Shopenhauer encuentra una nueva manifestación epocal.
Pero, ¿Qué desea profundamente el hombre cuando busca la emoción? ¿Busca en la emoción solamente la fugacidad o persigue más bien la intensidad que le gratifica? Y si busca la fugacidad, ¿es en función de la fugacidad misma, o del placer que genera la intermitencia? ¿Qué busca el hombre al querer tocar los umbrales de la muerte en medio de fuertes cargas de adrenalina?
Esta voz, viene empleada de modo preferencial por el sector juvenil de la sociedad. La emoción es el nuevo nombre de la “evidencia”. Cuanto más intensa es la emoción, tanto más fuerte es la certeza de la “verdad” experimentada. La emoción dentro del campo epistemológico, toca dos vías de conocimiento, el empírico o experiencial y el subjetivo o racional. La emoción abre de alguna manera detrás de sí un efecto objetivo, una sensación irrefutable, cuya verificación en cambio, es campo casi exclusivo de la subjetividad; cuyos datos vienen de este modo asignados a eventuales producciones internas. La aplicación o identificación de las causas de tal efecto, de sus consecuencias y de sus límites permanecen en la elaboración circunstancial e interna del sujeto.
Culturalmente las manifestaciones afectivas entre familiares, amistades o parejas de prometidos, para no hablar de algunos lamentables espectáculos urbanos, han tenido un notable crecimiento en la exterioridad pública. Dejando de lado la dimensión moral de estas expresiones, las caricias como formas publicas de socialización, expresan otro indicio de esta nueva forma cultural occidental de generar de modo sensorial emociones que muestren con cierta velocidad y sin dilación, el estado interno de la persona.
La palabra emoción se ve en muchos campos polarizada a dos estados casi antagónicos: la depresión, como ausencia de una carga estimulante para vivir, y el placer, realidad de intensa gratificación sensorial, que abruma la inteligencia con el peso intenso de un presente armónico, con un deseo insaciable de felicidad que comienza a ser satisfecho.
De este modo, la emoción no sólo viene conectada con la epistemología moderna, sino con la ética, “conocer el modo menos doloroso y más veloz de gozar un instante, se vuelve una máxima sapiencial de nuestra era”. Lo fugaz, lo contingente, la veleidad, deviene principio absoluto de veracidad y bondad. Lo transitorio sustenta ahora la estructura de la razón y de la voluntad, y el ser, la entidad, no aparece sino exclusivamente en los rasgos del sentir. Los bienes inmediatos y verdades pasajeras conforman ahora el paisaje de lo contemporáneo, un paisaje tanto polifacético como absurdo.
La eternidad como trascendencia de toda veleidad, no requiere ni siquiera ser negada, ya que no entra en el campo conceptual del lenguaje contemporáneo, no es sino a lo sumo un arcaísmo figurativo para hablar de indeterminación, o en términos emotivos, una sinónimo de aburrimiento perfecto.
La inmortalidad existe precisamente en la convicción individual de un indeterminado presente de permanecer igual, mientras no llega la experiencia violenta de un ser querido, que modifica la certeza de no verle más, precisamente porque esa persona murió, mientras que el yo jamás morirá, “estoy condenado a ser inmortalmente solo”.
Una vez que el concepto de eternidad ha sido extirpado del horizonte lingüístico y consciente de la mentalidad dominante, es posible caminar con paso libre a la nulificación de la historia. Lo fugaz, lo efímero, no dejan lugar a la continuidad, la fragmentación cronológica de la vida humana, carente de cualquier sentido objetivo viene superada por la absurdidad del instante, permaneciendo como único medicamento, el paliativo de la “sugestión” o la alienación fantasiosa de lo sublime, cuyas “emociones místicas” viene a reivindicar el desprecio que sufriera durante las tres décadas pasadas.
La forma regular de vida burguesa o anquilosada, ha llevado a nuestras sociedades a inventar juegos y diversiones que rayan en lo temerario o grotesco. Tirarse de una altura de más de 20 metros con caída libre para ser luego levantado como un muñeco de trapo por una liga, simulando o provocando la sensación de la muerte, no puede ser visto como indiferente o ajeno a esta forma cultural de tedio de la vida.
La depresión como enfermedad o como estado anímico, viene pesada con este criterio de la emoción. La incapacidad de ofrecer una estructura perseverante ante este mal endémico de nuestra época, cuyas expresiones se confunden con los rasgos de una sociedad adicta, que busca en la “terapéutica” una plataforma gratificante del sentido de la vida.
Al colocar la emoción como criterio de veracidad, las caricias reemplazan a la fidelidad y la honestidad reciba el relevo de la oportunismo. Se puede decir, que el hombre y la mujer contemporáneos se perciben a sí mismos como realizados, cuando la intensidad de las emociones gratificantes rebasa en su duración, el impacto de las sensaciones de insatisfacción, frustración o fracaso. No es el fracaso en su objetividad lo que más agobia, cuanto la sensación de dolor de la que se pretendía escapar la que destruye. Lo sensitivo de la subjetividad importa más que la falta objetiva.
De este modo el hombre moderno, sediento de vida, nada en una pecera donde la únicas opciones de sobrevivencia son la alineación idealista de tipo religioso, o el cinismo hedonista, que tarde o temprano arrastra al suicidio fisiológico o existencial.
No es extraño entonces que el criterio dominante en la elección de la religión, sea precisamente la emoción, fuente de verdad, bien y trascendencia, entendiendo como trascendencia la mera exteriorización de la interioridad, y no como paso o apertura a una realidad radicalmente diversa o externa.
Los efectos de esta fragmentación polivalente, de rasgar la vida con placer o depresión, son la absurdidad de la existencia y la tristeza profunda de la vida; el cansancio y desilusión de un placer que tarda más en ser conseguido que en ser disfrutado es injusto e inhumano. De alguna manera el ciclo letal de Shopenhauer encuentra una nueva manifestación epocal.
Pero, ¿Qué desea profundamente el hombre cuando busca la emoción? ¿Busca en la emoción solamente la fugacidad o persigue más bien la intensidad que le gratifica? Y si busca la fugacidad, ¿es en función de la fugacidad misma, o del placer que genera la intermitencia? ¿Qué busca el hombre al querer tocar los umbrales de la muerte en medio de fuertes cargas de adrenalina?
EMMO. Y RVMO. SR. CARDENAL Paul Poupard
La misión de los Centros Culturales Católicos
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