Jesucristo
Nos viene muy bien el mirar a Jesús, que nunca trataba de imponer sus ideas, invitaba a que le siguieran.
Por: P. Máximo Alvarez | Fuente: Catholic.net | 10 de Julio, 2014
Probablemente no hay ningún Cristo que lleve este nombre, pero si hay un “Cristo de los faroles” o “de los gitanos”... con mayor razón se puede hablar del “Cristo de la tolerancia”.
Desgraciadamente, a lo largo de los siglos, las diversas religiones en general no sólo no la han promovido, sino todo lo contrario. El afán de “imponer”, como sea, a los demás las propias creencias ha dado origen a muchos odios y guerras. Y no han faltado cristianos afectados por esta lacra. Afortunadamente nada tiene que ver esta conducta con la manera de actuar de Jesucristo, ni con el pensamiento de la Iglesia claramente expresado en el Concilio. Precisamente San Juan Pablo II en su carta ante el Tercer Milenio dijo: “Otro capítulo doloroso sobre el que los hijos de la Iglesia deben volver con ánimo abierto al arrepentimiento está constituido por la aquiescencia manifestada con métodos de intolerancia e incluso de violencia en el servicio a la verdad”.
Pero si bien es cierto que hubo épocas pasadas en las que se llegó a hechos extremos (como la Inquisición), hay que reconocer que en cierta manera en bastantes cristianos aun permanece vivo cierto espíritu inquisitorial. Curiosamente entre personas que se creen muy religiosas se puede dar una especie de afán de meterse en la vida de los demás, en juzgar a la ligera su modo de actuar, en condenar no a la hoguera, pero sí con ese fuego destructor que a veces es la lengua, como si ellos tuvieran el monopolio de la verdad. Por supuesto que también en las filas de los no religiosos se da esta misma actitud respecto de los creyentes.
Por eso nos viene muy bien el mirar a Jesús, que nunca trataba de imponer sus ideas. Invitaba a que le siguieran, pero nunca coaccionaba a nadie. Cuando terminaba de hablar solía decir: “el que tenga oídos para oír, que oiga”. Más bien Él fue víctima de la intolerancia de los sacerdotes, escribas y fariseos, a quienes criticaba por estar demasiado aferrados a la letra de la ley. Mientras éstos todo lo arreglaban con el cumplimiento estricto de las normas, Jesús dice que no ha sido creado el hombre para la ley, sino la ley para el hombre. Y así Jesús “violaba el sábado”, curando enfermos en días en que la ley lo prohibía; era criticado porque a veces no cumplían ni él ni sus discípulos las normas del ayuno; aunque respetaba el templo, lo relativizó (Para orar enciérrate en tu cuarto, adora a Dios en espíritu y en verdad); consideró injusta la ley que castigaba a la adúltera, daba más importancia al amor al prójimo que a ciertas leyes rituales ( Véase la parábola del Buen Samaritano). Cuando algunos de sus discípulos se celaban de que otros expulsaran demonios en su nombre, Él les reprendió. Otro tanto ocurrió cuando le pidieron que mandase fuego del cielo y consumiera a aquellos que no les quisieron recibir en una aldea de Samaría.
Todos sabemos que muchos de los amigos de Jesús, de las personas que le acompañaban, no se distinguían precisamente por su buena fama, llámense, Mateo, Zaqueo, Magdalena o la Samaritana... Jesús, en este sentido, pasaba ampliamente de los comentarios y cuchicheos de la gente. Era una persona verdaderamente libre. Por eso mismo era tolerante. O en todo caso, si alguna vez sacó el genio, fue precisamente con los intolerantes. Porque, eso sí, Jesús nunca renunció a sus firmes convicciones y a su lucha contra la mentira, la injusticia y el pecado, como tampoco nosotros debemos renunciar.
Digamos para terminar que aunque todo esto ya lo sabemos no está de más que refresquemos la memoria, pues en la práctica no pocas veces lo olvidamos, cayendo con frecuencia en la tentación de juzgar, de condenar, de querer imponer nuestros criterios... de distinguir “alegremente” entre buenos y malos (los malos los demás, los buenos nosotros), de creernos poseedores absolutos de la verdad, de no saber comprender al otro “y sus circunstancias” de entrometernos en ese recinto sacro que es la conciencia de los demás.
Santo Cristo de la Tolerancia, ruega por nosotros.
Desgraciadamente, a lo largo de los siglos, las diversas religiones en general no sólo no la han promovido, sino todo lo contrario. El afán de “imponer”, como sea, a los demás las propias creencias ha dado origen a muchos odios y guerras. Y no han faltado cristianos afectados por esta lacra. Afortunadamente nada tiene que ver esta conducta con la manera de actuar de Jesucristo, ni con el pensamiento de la Iglesia claramente expresado en el Concilio. Precisamente San Juan Pablo II en su carta ante el Tercer Milenio dijo: “Otro capítulo doloroso sobre el que los hijos de la Iglesia deben volver con ánimo abierto al arrepentimiento está constituido por la aquiescencia manifestada con métodos de intolerancia e incluso de violencia en el servicio a la verdad”.
Pero si bien es cierto que hubo épocas pasadas en las que se llegó a hechos extremos (como la Inquisición), hay que reconocer que en cierta manera en bastantes cristianos aun permanece vivo cierto espíritu inquisitorial. Curiosamente entre personas que se creen muy religiosas se puede dar una especie de afán de meterse en la vida de los demás, en juzgar a la ligera su modo de actuar, en condenar no a la hoguera, pero sí con ese fuego destructor que a veces es la lengua, como si ellos tuvieran el monopolio de la verdad. Por supuesto que también en las filas de los no religiosos se da esta misma actitud respecto de los creyentes.
Por eso nos viene muy bien el mirar a Jesús, que nunca trataba de imponer sus ideas. Invitaba a que le siguieran, pero nunca coaccionaba a nadie. Cuando terminaba de hablar solía decir: “el que tenga oídos para oír, que oiga”. Más bien Él fue víctima de la intolerancia de los sacerdotes, escribas y fariseos, a quienes criticaba por estar demasiado aferrados a la letra de la ley. Mientras éstos todo lo arreglaban con el cumplimiento estricto de las normas, Jesús dice que no ha sido creado el hombre para la ley, sino la ley para el hombre. Y así Jesús “violaba el sábado”, curando enfermos en días en que la ley lo prohibía; era criticado porque a veces no cumplían ni él ni sus discípulos las normas del ayuno; aunque respetaba el templo, lo relativizó (Para orar enciérrate en tu cuarto, adora a Dios en espíritu y en verdad); consideró injusta la ley que castigaba a la adúltera, daba más importancia al amor al prójimo que a ciertas leyes rituales ( Véase la parábola del Buen Samaritano). Cuando algunos de sus discípulos se celaban de que otros expulsaran demonios en su nombre, Él les reprendió. Otro tanto ocurrió cuando le pidieron que mandase fuego del cielo y consumiera a aquellos que no les quisieron recibir en una aldea de Samaría.
Todos sabemos que muchos de los amigos de Jesús, de las personas que le acompañaban, no se distinguían precisamente por su buena fama, llámense, Mateo, Zaqueo, Magdalena o la Samaritana... Jesús, en este sentido, pasaba ampliamente de los comentarios y cuchicheos de la gente. Era una persona verdaderamente libre. Por eso mismo era tolerante. O en todo caso, si alguna vez sacó el genio, fue precisamente con los intolerantes. Porque, eso sí, Jesús nunca renunció a sus firmes convicciones y a su lucha contra la mentira, la injusticia y el pecado, como tampoco nosotros debemos renunciar.
Digamos para terminar que aunque todo esto ya lo sabemos no está de más que refresquemos la memoria, pues en la práctica no pocas veces lo olvidamos, cayendo con frecuencia en la tentación de juzgar, de condenar, de querer imponer nuestros criterios... de distinguir “alegremente” entre buenos y malos (los malos los demás, los buenos nosotros), de creernos poseedores absolutos de la verdad, de no saber comprender al otro “y sus circunstancias” de entrometernos en ese recinto sacro que es la conciencia de los demás.
Santo Cristo de la Tolerancia, ruega por nosotros.
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