Padre Carlos Padilla
Nos hemos acostumbrado a vivir apegados a nuestros intereses, a nuestros bienes y comodidades. El apego es un vínculo natural. Los apegos no son malos necesariamente. De hecho, para saber si un apego nos hace mal, ponemos a su lado el adjetivo «desordenado». Entonces se trata de un apego que no está en orden. Sabemos que el vínculo nos está haciendo daño y nos esclaviza.
En general nacemos para apegarnos y los apegos sanan la herida de soledad que hay en el alma. Nos vinculamos y así crecemos. Desde que somos niños nos vinculamos a los lugares y a las personas y no nos gusta perder lo que tenemos, nuestras posesiones.
El problema es que nos cuesta aprender a vincularnos de forma sana con las personas, los bienes, los lugares, los ideales. ¿Cómo aprendemos a ser más libres de nuestros apegos?
El Padre José Kentenich, al hablar de los sacerdotes que fueron a la cárcel durante la primera guerra mundial comentaba: «Hay sacerdotes que en todos los ejercicios descienden a los infiernos, que no quisieran hacer ningún ejercicio sin la meditación sobre el infierno, pero que se derrumban con las cosas más sencillas de la vida diaria, en cuanto la vida deja de ser ‘burguesa’ » [1].
Cuando estamos demasiado apegados a las cosas, a nuestros planes, a la comodidad, al dinero y al bienestar, cualquier cambio imprevisto nos desajusta, nos desconcierta y nos puede llegar a hundir. ¿Cómo reaccionamos ante las contrariedades de la vida cuando no se realizan nuestros planes? ¿No es verdad que a veces reaccionamos de forma inmadura y algo infantil?
El camino es que, al entrar en sintonía con Dios, Él empiece a poner orden en nuestra vida. Decía el Padre Kentenich: «Cuando estoy apegado desordenadamente a creaturas, cuando aparecen en mí inclinaciones desordenadas, amaré con todo el fervor de mi alma a Dios. Y ese amor excederá en brillo a todos los apegos desordenados»[2].
Queremos vincularnos sanamente. Queremos aprender a vivir nuestros vínculos y nuestros amores anclados en un amor más grande y estable. En Dios nuestros apegos dejan de ser desordenados, porque Dios los ordena en la paz de su amor. En ese amor que Dios nos tiene, en ese deseo suyo de estar siempre con nosotros.
Nuestra vida consiste en vincularnos y echar raíces. Queremos que nuestra alma pueda descansar libremente en los vínculos que ha creado, en esos apegos que nos dan serenidad y paz.
En general nacemos para apegarnos y los apegos sanan la herida de soledad que hay en el alma. Nos vinculamos y así crecemos. Desde que somos niños nos vinculamos a los lugares y a las personas y no nos gusta perder lo que tenemos, nuestras posesiones.
El problema es que nos cuesta aprender a vincularnos de forma sana con las personas, los bienes, los lugares, los ideales. ¿Cómo aprendemos a ser más libres de nuestros apegos?
El Padre José Kentenich, al hablar de los sacerdotes que fueron a la cárcel durante la primera guerra mundial comentaba: «Hay sacerdotes que en todos los ejercicios descienden a los infiernos, que no quisieran hacer ningún ejercicio sin la meditación sobre el infierno, pero que se derrumban con las cosas más sencillas de la vida diaria, en cuanto la vida deja de ser ‘burguesa’ » [1].
Cuando estamos demasiado apegados a las cosas, a nuestros planes, a la comodidad, al dinero y al bienestar, cualquier cambio imprevisto nos desajusta, nos desconcierta y nos puede llegar a hundir. ¿Cómo reaccionamos ante las contrariedades de la vida cuando no se realizan nuestros planes? ¿No es verdad que a veces reaccionamos de forma inmadura y algo infantil?
El camino es que, al entrar en sintonía con Dios, Él empiece a poner orden en nuestra vida. Decía el Padre Kentenich: «Cuando estoy apegado desordenadamente a creaturas, cuando aparecen en mí inclinaciones desordenadas, amaré con todo el fervor de mi alma a Dios. Y ese amor excederá en brillo a todos los apegos desordenados»[2].
Queremos vincularnos sanamente. Queremos aprender a vivir nuestros vínculos y nuestros amores anclados en un amor más grande y estable. En Dios nuestros apegos dejan de ser desordenados, porque Dios los ordena en la paz de su amor. En ese amor que Dios nos tiene, en ese deseo suyo de estar siempre con nosotros.
Nuestra vida consiste en vincularnos y echar raíces. Queremos que nuestra alma pueda descansar libremente en los vínculos que ha creado, en esos apegos que nos dan serenidad y paz.
[1] J. Kentenich, Cartas del Carmelo, 1942
[2] J. Kentenich, Kentenich Reader, Tomo III
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